EL ENEMIGO COMÚN

El siguiente, es un artículo escrito por el científico Carl Sagan en 1988 para las revistas Parade (Estados Unidos) y Ogonyok (Unión Soviética) sobre las relaciones entre ambas naciones. La única solicitud de Sagan a las publicaciones, fue que su artículo fuera publicado completo y sin censura; algo que sólo cumplió la publicación del lado estadounidense, mientras que la soviética, aunque en pequeños fragmentos, aplicó la eliminación de algunas partes que consideró demasiado duras con su régimen.

“El enemigo común” de Sagan se puede encontrar en su magnífico libro Miles de millones: su última obra; llena de ciencia, perspectiva, y sobre todo: realismo; pues abarca la fragilidad de la condición humana. Dicha obra fue publicada luego, en 1997, un año después de su fallecimiento.

Primero que nada, quiero decir:

Gracias Carl por tu trabajo y aporte. La humanidad del presente y del porvenir, te debe mucho. En lo personal, tu obra ha influido mucho sobre mí. Tus explicaciones sencillas e ilustradas, tu amor por la ciencia y el conocimiento, y tu insuperable humildad –su tono de voz calmo y poético–, nos invita siempre a participar de la mejor forma en la búsqueda de un mundo cada vez mejor, para así evitar la autodestrucción.

Gracias por la inspiración en este camino de autodescubrimiento ¡En este vasto y misterioso universo!

Mike Veloza

EL ARTÍCULO

Si unos extraterrestres estuvieran a punto de invadirnos –dijo el presidente de los Estados Unidos al secretario general soviético–, nuestros dos países podrían unirse contra el enemigo común. Existen, desde luego, muchos ejemplos de adversarios mortales que, enfrentados durante generaciones, aparcaron sus diferencias para atender una amenaza más apremiante: las ciudades-estado griegas contra los persas; los rusos y los cumanos (que antaño habían saqueado Kiev) contra los mongoles o, de hecho, los norteamericanos y los soviéticos contra los nazis.

Una invasión alienígena es ciertamente improbable, pero hay un amplio abanico de enemigos comunes (algunos de los cuales representan una amenaza sin precedentes, propia, por otra parte, de nuestro tiempo). Proceden de nuestro creciente poder tecnológico y de nuestra resistencia a prescindir de las ventajas a corto plazo en beneficio del bienestar de nuestra especie a más largo plazo.

El inocente acto de quemar carbón y otros combustibles fósiles; incrementa el efecto invernadero del dióxido de carbono y eleva la temperatura de la Tierra, de manera que, según algunas previsiones, en menos de un siglo, el Medio Oeste estadounidense y la Ucrania soviética –actuales graneros del mundo– podrían convertirse en eriales. Diversos gases inertes y aparentemente inofensivos empleados en la refrigeración; debilitan la capa protectora de ozono, con lo que aumenta el volumen de radiación ultravioleta solar que llega a la superficie de la Tierra, destruyéndose así un número enorme de microorganismos en la base de una mal comprendida cadena alimentaria, en cuya cima nos mantenemos de manera precaria. La contaminación industrial de los Estados Unidos destruye bosques en Canadá. Un accidente en un reactor nuclear soviético pone en peligro la antigua cultura de Laponia. Terribles enfermedades epidémicas se extienden por todo el mundo; aceleradas por la tecnología de los transportes modernos. Es seguro que habrá otros peligros que, por nuestra voluble atención a lo inmediato, todavía no hemos descubierto.

La carrera de las armas nucleares, iniciada conjuntamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética; ha minado el planeta con unas 60.000 armas atómicas, muchas más de las necesarias para hacer desaparecer ambas naciones, poner en peligro la civilización global y, quizá, acabar incluso con el experimento humano que comenzó hace un millón de años. Pese a las indignadas protestas pacifistas y los compromisos solemnes de los tratados para invertir la carrera nuclear, cada año los Estados Unidos y la Unión Soviética se las arreglan para fabricar nuevos artefactos atómicos capaces de destruir todas las ciudades importantes del planeta. Cuando se piden justificaciones, cada parte se apresura a acusar a la otra. Tras los desastres del transbordador espacial Challenger y de la central nuclear de Chernóbil, tuvimos que recordar que, pese a nuestros mejores esfuerzos, la alta tecnología puede tener fallos catastróficos. En el siglo de Hitler, hemos comprobado que los locos son capaces de hacerse con el control absoluto de estados industriales modernos. Sólo es cuestión de tiempo para que se produzca algún error sutil e imprevisto en la maquinaria de la destrucción masiva, o un fallo crucial de las comunicaciones, o una crisis emocional de algún líder nacional abrumado. En términos generales, la especie humana gasta anualmente cerca de un billón de dólares (casi todo por parte de los Estados Unidos y la Unión Soviética) en preparativos para la intimidación y la guerra. Volviendo al principio, es posible que los malévolos extraterrestres apenas tuviesen motivo para atacar la Tierra; después de un examen preliminar, tal vez decidieran tener un poco de paciencia y aguardar a que nosotros mismos nos destruyéramos.

Estamos en peligro. No necesitamos invasores alienígenas. Ya hemos generado riesgos suficientes por nuestra cuenta, pero se trata de peligros invisibles, en apariencia muy alejados de la vida cotidiana, cuya comprensión requiere una reflexión atenta y que se refieren a gases transparentes, radiaciones invisibles y armas nucleares; de cuyo empleo, casi nadie ha sido testigo. No hay un ejército extranjero dispuesto a saquear, subyugar, violar y asesinar.

Nuestros enemigos comunes son de personificación más laboriosa, más difíciles de odiar que un Shahanshah, un Kan o un Führer. La integración de fuerzas contra estos nuevos adversarios nos obliga a realizar un decidido esfuerzo de autorreconocimiento, porque nosotros mismos –todas las naciones de la Tierra, pero en especial los Estados Unidos y la Unión Soviética– somos responsables de los peligros que ahora afrontamos.

Nuestras dos naciones son tapices tejidos por una rica diversidad de fibras étnicas y culturales. Militarmente, somos los países más poderosos de la Tierra. Defendemos la idea de que la ciencia y la tecnología pueden construir una vida mejor para todos. Compartimos una fe manifiesta en el derecho de los pueblos a regirse por sí mismos. Nuestros sistemas de gobierno fueron fruto de revoluciones históricas contra la injusticia, el despotismo, la incompetencia y la superstición. Venimos de revolucionarios que consiguieron lo imposible: librarnos de tiranías arraigadas durante siglos y supuestamente sancionadas por la divinidad ¿Qué nos costará escapar de la trampa que nosotros mismos nos hemos tendido?

Cada bando guarda celosamente en su memoria una larga lista de abusos cometidos por el otro, algunos imaginarios, pero la mayoría auténticos en mayor o menor grado. Cada vez que una parte comete un atropello, podemos tener la seguridad de que la otra le pagará con la misma moneda. Ambas naciones rebosan de orgullo herido y profesión de rectitud moral. Cada una conoce hasta el mínimo detalle las fechorías de la otra, pero apenas repara en los pecados propios y los sufrimientos causados por su política. En cada bando hay, desde luego, personas bondadosas y honestas que perciben los peligros creados por sus políticas nacionales, gentes para las que enderezar las cosas es una cuestión de decencia elemental y de simple supervivencia. Sin embargo, hay también, en uno y otro bando, personas poseídas por un odio y un miedo avivados por las respectivas agencias propagandísticas nacionales, gentes que creen que sus adversarios son irredimibles y buscan el enfrentamiento. Los duros de cada bando azuzan a los del bando contrario. Se deben mutuamente su crédito y su fuerza. Se necesitan los unos a los otros. Están trabados en un abrazo mortal.

Si nadie más, alienígena o humano, puede librarnos de este abrazo mortal, sólo nos resta una alternativa: por doloroso que resulte, tendremos que lograrlo nosotros mismos. Un buen comienzo consiste en examinar los hechos históricos tal como los vería la otra parte (o la posteridad, si hay alguna). Imaginemos primero cómo consideraría un observador soviético algunos de los acontecimientos de la historia de los Estados Unidos: este país, fundado en el principio de la libertad, fue la última gran nación en poner fin a la esclavitud; muchos de sus fundadores –George Washington y Thomas Jefferson entre ellos– fueron propietarios de esclavos; y el racismo estuvo legalmente sancionado durante un siglo tras la liberación de los esclavos. Los Estados Unidos ha violado de manera sistemática más de 300 tratados firmados para garantizar algunos de los derechos de los habitantes originarios de aquellas tierras. En 1899, dos años antes de ser elegido presidente, Theodore Roosevelt, en un discurso que fue muy aplaudido, defendió la «guerra justa» como único medio de alcanzar la «grandeza nacional». En 1918, los Estados Unidos invadió la Unión Soviética en un frustrado intento por acabar con la revolución bolchevique. Los Estados Unidos inventó las armas nucleares y fue la primera y única nación que las utilizó contra la población civil, matando en ese proceso centenares de miles de hombres, mujeres y niños. Los Estados Unidos albergaba planes operativos para el aniquilamiento nuclear de la Unión Soviética aun antes de que ésta dispusiera de un arma atómica, y fue el principal innovador en la continuada carrera de armas nucleares. De las numerosas contradicciones recientes entre teoría y práctica por parte de los Estados Unidos cabe citar la advertencia, imbuida de indignación moral, de la administración actual [Reagan] a sus aliados para que no vendieran armas a los terroristas de Irán, mientras, bajo cuerda, hacía precisamente eso: la maquinación de guerras soterradas por todo el mundo en nombre de la democracia, en tanto se oponía a sanciones económicas efectivas contra un régimen surafricano que priva a la inmensa mayoría de ciudadanos de cualquier derecho político; la indignación ante el hecho de que, violando la legislación internacional, Irán minase el Golfo Pérsico, al tiempo que esa misma administración hacía lo propio con puertos nicaragüenses y después eludía la jurisdicción del Tribunal Internacional; la acusación sobre Libia de matar niños y el asesinato de estos en represalia, y la denuncia del trato de las minorías en la Unión Soviética, cuando en los Estados Unidos hay más jóvenes negros en las cárceles que en las universidades. No se trata sólo de maligna propaganda soviética. Incluso las personas en buena disposición hacia los Estados Unidos podrían tener grandes reservas acerca de las verdaderas intenciones de esta nación, sobre todo cuando los norteamericanos se resisten a reconocer los hechos incómodos de su historia.

Imaginemos ahora cómo consideraría un observador occidental algunos de los acontecimientos de la historia soviética. En su orden de ataque del 2 de julio de 1920, el mariscal Tujachevski dijo: «Con nuestras bayonetas llevaremos la paz y la felicidad a la humanidad trabajadora ¡Hacia el Oeste!» Poco después, Lenin, en una conversación con delegados franceses, observó: «Sí, las tropas soviéticas están en Varsovia ¡Pronto Alemania será nuestra! Reconquistaremos Hungría. Los Balcanes se alzarán contra el capitalismo. Italia temblará. En esta tormenta estallarán todas las costuras de la Europa burguesa.» Evoquemos luego, los millones de ciudadanos soviéticos muertos por obra de la política premeditada de Stalin en los años que mediaron entre 1919 y la Segunda Guerra Mundial: la colectivización forzada, las deportaciones en masa de campesinos, la consecuente hambruna de 1932 y 1933, y las grandes purgas, en la que fueron detenidos y ejecutados casi todos los jerarcas del Partido Comunista mayores de 35 años; mientras era proclamada con ufanía una nueva constitución que supuestamente garantizaba los derechos de los ciudadanos soviéticos. Consideremos asimismo la decapitación del Ejército Rojo por orden de Stalin, el protocolo secreto de su pacto de no agresión con Hitler y su negativa a creer en una invasión nazi de la URSS incluso después de comenzada, y los millones de muertos por esa causa. Pensemos a continuación en las restricciones soviéticas de los derechos civiles, la libertad de expresión y la emigración, el antisemitismo continuo y endémico, y la persecución religiosa. Si poco después del establecimiento de una nación, sus más altos dirigentes militares y civiles se jactan de sus intenciones de invadir Estados vecinos, si el líder absoluto durante casi la mitad de su historia es alguien que sistemáticamente mató a millones de compatriotas, si todavía hoy figura en sus monedas el símbolo nacional blasonado sobre el mundo entero; es comprensible que ciudadanos de otras naciones, incluso aquellos de disposición más pacífica o crédula, se muestren escépticos ante sus buenas intenciones, por sinceras y auténticas que éstas sean. No se trata sólo de maligna propaganda norteamericana. El problema se complicará si se pretende que tales hechos jamás existieron.

«Ninguna nación puede ser libre si oprime a otras naciones», escribió Friedrich Engels. En la conferencia de Londres de 1903, Lenin postuló «el completo derecho de todas las naciones a la autodeterminación». Los mismos principios fueron formulados con casi idéntico lenguaje por Woodrow Wilson y muchos otros políticos estadounidenses. Sin embargo, y para ambas naciones, los hechos hablan de otra manera.

La Unión Soviética anexionó por la fuerza a Letonia, Lituania, Estonia y partes de Finlandia, Polonia y Rumania; ocupó y sometió a un régimen comunista a Polonia, Rumania, Hungría, Mongolia, Bulgaria, Checoslovaquia, Alemania oriental y Afganistán; y sofocó el alzamiento de los obreros de Alemania oriental en 1953, la revolución húngara de 1956 y la tentativa checa de introducir en 1968 el glasnost y la perestroika. Dejando aparte las guerras mundiales y las expediciones para combatir la piratería o el tráfico de esclavos, los Estados Unidos ha perpetrado invasiones e intervenciones armadas en otros países en más de 130 ocasiones, incluyendo China (18 veces), México (13), Nicaragua y Panamá (9 cada uno), Honduras (7), Colombia y Turquía (6 en cada país), República Dominicana, Corea y Japón (5 cada uno), Argentina, Cuba, Haití, el reino de Hawái y Samoa (4 cada uno), Uruguay y Fiji (3 cada uno), Granada, Puerto Rico, Brasil, Chile, Marruecos, Egipto, Costa de Marfil, Siria, Irak, Perú, Formosa, Filipinas, Camboya, Laos y Vietnam. La mayoría de estas incursiones han sido escaramuzas para mantener gobiernos sumisos o proteger propiedades e intereses de empresas estadounidenses, pero algunas han sido mucho más importantes, prolongadas y cruentas.

Las fuerzas armadas estadounidenses han actuado en Latinoamérica no ya antes de la revolución bolchevique, sino antes del Manifiesto comunista, lo que hace un poco difícil de aceptar la justificación anticomunista de la intervención en Nicaragua, pero las deficiencias de la argumentación resultarían mejor apreciadas si la Unión Soviética no hubiese adquirido la costumbre de engullir países. La invasión norteamericana del sureste asiático –de unas naciones que jamás habían dañado o amenazado a los Estados Unidos– supuso la muerte de 58.000 norteamericanos y más de un millón de asiáticos; los Estados Unidos lanzó 7,5 megatones de explosivos de gran potencia y ocasionó un caos ecológico y económico del que la región todavía no se ha recobrado. Desde 1979, más de 100.000 soldados soviéticos ocuparon Afganistán –una nación con una renta per cápita inferior a la de Haití– en medio de atrocidades en buena parte no reveladas (porque los soviéticos tienen mucho más éxito que los norteamericanos; a la hora de excluir de sus zonas bélicas a los periodistas independientes).

La enemistad habitual es corruptora y se nutre a sí misma. Si flaquea, cabe revivirla con facilidad mediante el recuerdo de abusos pasados, la invención de alguna atrocidad o algún incidente militar, el anuncio de que el adversario cuenta ya con una nueva arma peligrosa, o recurriendo a acusaciones de ingenuidad o deslealtad cuando la opinión política interna se torna incómodamente imparcial. Para muchos norteamericanos, comunismo significa pobreza, atraso, el gulag por expresar lo que uno piensa, aplastamiento implacable del espíritu humano y sed de conquistar el mundo. Para muchos soviéticos, el capitalismo significa codicia desalmada e insaciable, racismo, guerra, inestabilidad económica y una conspiración internacional de los ricos contra los pobres. Se trata de caricaturas –pero no del todo– a las que, a lo largo de los años, las acciones soviéticas y norteamericanas han prestado cierto crédito y alguna plausibilidad.

Estas caricaturas persisten en parte porque son verdaderas, pero también porque resultan útiles. Hay un enemigo implacable, entonces los burócratas disponen de una justificación inmediata para la subida de los precios, la escasez de artículos de consumo, la falta de competitividad de la nación en los mercados internacionales, y la existencia de gran número de desempleados y personas sin hogar, para tachar de antipatrióticas e inadmisibles las críticas a los líderes, y, sobre todo, para la necesidad de recurrir a un mal tan absoluto como la instalación de decenas de millares de armas nucleares. Ahora bien, si el adversario no resulta lo bastante maligno ya, no es tan fácil ignorar la incompetencia y la falta de visión de los gobernantes.

Los burócratas tienen buenos motivos para inventar enemigos y exagerar sus fechorías.

Cada nación cuenta con instituciones militares y servicios de información que valoran el peligro planteado por el otro bando. Esos centros tienen un interés creado en los grandes desembolsos militares y de espionaje. Así, tienen que enfrentarse a una continua crisis de conciencia (un incentivo claro para exagerar la capacidad y las intenciones del adversario). Cuando sucumben a ella, dicen que se trata de una prudencia necesaria; pero sea cual fuere el término empleado, impulsa la carrera de armamentos ¿Existe una apreciación pública e imparcial de los datos de los servicios de inteligencia? No ¿Por qué? Porque se trata de datos secretos. Tenemos de este modo una máquina que funciona por sí misma, una especie de conspiración de facto para impedir que las tensiones decaigan por debajo de un nivel mínimo de aceptabilidad burocrática.

Es evidente que muchas instituciones y dogmas nacionales, por eficaces que hayan sido alguna vez, requieren un cambio. Ninguna nación está bien preparada todavía para el mundo del siglo XXI. El reto, pues, no consiste en una glorificación selectiva del pasado o la defensa de los iconos nacionales, sino en trazar un camino que nos permita seguir adelante en un tiempo de gran peligro mutuo. A este efecto necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir.

Una lección crucial de la ciencia es que para comprender cuestiones complejas (o incluso sencillas); debemos tratar de liberar nuestra mente del dogma y garantizar la libertad de publicar, de rebatir y de experimentar. Los argumentos de autoridad resultan inaceptables. Todos, aun los dirigentes, somos falibles. Sin embargo, por claro que resulte que el progreso necesita de la crítica, los gobiernos tienden a resistirse. El ejemplo definitivo es el de la Alemania de Hitler. He aquí un pasaje de un discurso del dirigente nazi Rudolf Hess, fechado el 30 de junio de 1934: «Hay un hombre por encima de toda crítica, y es el Führer. Todo el mundo lo siente y lo sabe: siempre tiene razón y siempre la tendrá. El nacionalsocialismo de todos nosotros se sustenta en una lealtad acrítica: en un sometimiento al Führer

Una observación de Hitler remacha todavía más la conveniencia de semejante doctrina para los dirigentes nacionales: «¡Qué buena fortuna para quienes ostentan el poder que la gente no reflexione!» A corto plazo, una docilidad intelectual y moral muy difundida puede ser conveniente para los líderes, pero a largo plazo es suicida para la nación. Uno de los criterios para el liderazgo nacional debe ser, por lo tanto, el talento para entender, estimular y hacer un uso constructivo de la crítica vigorosa.

Cuando quienes antaño fueron silenciados y humillados por el terror del Estado son ahora capaces de manifestarse –jóvenes apóstoles de la libertad que emprenden su primer vuelo–, se sienten alborozados, y otro tanto sucede con cualquier amante de la libertad que les observe. El glasnost y la perestroika muestran al resto del mundo; la esfera humana de la sociedad soviética que políticas pasadas enmascaraban. Proporcionan, a todos los niveles de esa sociedad, mecanismos para la corrección de errores. Son esenciales para el bienestar económico. Permiten auténticos avances en la cooperación internacional y un gran freno de la carrera de armamentos. Así, el glasnost y la perestroika resultan convenientes tanto para la Unión Soviética como para los Estados Unidos.

En la Unión Soviética, existe obviamente una oposición al glasnost y la perestroika por parte de los que ahora tienen que demostrar su capacidad, entre quienes no están acostumbrados a las responsabilidades de la democracia; aquellos que, después de décadas de atenerse a las normas, no están dispuestos a responder de su conducta pasada. Mientras la Unión Soviética reúne fuerzas para emerger como un rival todavía más formidable, también en los Estados Unidos hay algunos que prefieren la antigua Unión Soviética, debilitada por su falta de democracia, fácilmente caricaturizable y satanizable (Los estadounidenses, durante mucho tiempo complacientes con sus propias formas democráticas, también tienen algo que aprender del glasnost y la perestroika; esta idea, por sí sola, suscita incomodidad en algunos de ellos). Con fuerzas tan poderosas desplegadas a favor y en contra de la reforma, nadie puede saber cuál será el resultado.

Lo que en ambos países pasan por debate público sigue siendo, por encima de todo y tras un atento análisis, la repetición de lemas nacionales, una apelación a los prejuicios populares, insinuaciones, autojustificación, orientaciones erróneas, conjuro de sermones cuando se requieren datos y un profundo desdén por la inteligencia de la ciudadanía. Lo que necesitamos es reconocer cuan poco sabemos acerca del modo de atravesar con seguridad las décadas venideras, el valor para examinar una amplia gama de programas alternativos y, más que nada, una dedicación que no esté orientada hacia el dogma, sino hacia las soluciones. Ya será bastante difícil encontrar una solución, pero será mucho más arduo descubrir las que se correspondan perfectamente con las doctrinas políticas de los siglos XVIII o XIX.

Nuestras dos naciones deben ayudarse mutuamente a determinar qué cambios es preciso realizar; esas modificaciones deben beneficiar a las dos partes, y nuestra perspectiva debe abarcar un futuro más allá del siguiente mandato presidencial o del próximo plan quinquenal. Tenemos que reducir los presupuestos militares, elevar los niveles de vida, inculcar un respeto por el aprendizaje, apoyar la ciencia, la consagración al estudio, las invenciones y la industria, promover la libre indagación, reducir la coerción interna, implicar más a los trabajadores en las decisiones empresariales e impulsar un respeto y una comprensión genuinos y derivados del reconocimiento de nuestra humanidad común y del peligro compartido.

Aunque debamos cooperar en un grado sin precedentes, no estoy en contra de una competencia sana. Ahora bien, compitamos para hallar maneras de invertir la carrera de armas nucleares y reducir masivamente las fuerzas convencionales, para eliminar la corrupción gubernamental, para conseguir que la mayor parte del mundo sea autosuficiente en cuanto a agricultura. Rivalicemos en arte y ciencia, en música y literatura, y en innovación tecnológica. Que nuestra carrera sea limpia. Compitamos por aliviar los sufrimientos, la ignorancia y las enfermedades, por respetar en todo el mundo la independencia nacional, y por formular y aplicar una ética para el cuidado responsable del planeta.

Aprendamos unos de otros. Durante un siglo, y a través de un plagio en buena parte inconfesado, capitalismo y socialismo se han aprovechado mutuamente de sus métodos y doctrinas. Ni los Estados Unidos ni la Unión Soviética poseen el monopolio de la verdad y la virtud. Me gustaría vernos competir en capacidad de cooperación. Durante la década de los setenta, al margen de los tratados limitadores de la carrera nuclear, hemos tenido algunos éxitos notables en cuanto a acción conjunta: la eliminación mundial de la viruela, los esfuerzos por impedir el desarrollo de armas nucleares surafricanas, los vuelos espaciales conjuntos Apolo-Soyuz. Podemos hacerlo mucho mejor. Empecemos con unos cuantos proyectos de alcance y visión amplios: el alivio del hambre, especialmente en naciones como Etiopía, víctimas de la rivalidad entre las superpotencias; la identificación y neutralización de catástrofes ambientales a largo plazo producto de nuestra tecnología; la física de fusión, con vistas a lograr una fuente segura de energía para el futuro; la exploración conjunta de Marte, culminando en la primera arribada a otro planeta de seres humanos, tanto soviéticos como norteamericanos.

Tal vez nos destruyamos a nosotros mismos. Quizás el enemigo que llevamos dentro sea demasiado fuerte para que podamos reconocerlo y vencerlo. Tal vez el mundo se vea reducido a condiciones medievales o algo mucho peor.

Sin embargo, no pierdo la esperanza. Recientemente ha habido signos de cambio; son tanteos, pero en la dirección adecuada y, habida cuenta de los hábitos previos de conducta nacional, rápidos ¿Es posible que nosotros –los norteamericanos, los soviéticos y los seres humanos en general– recobremos por fin el juicio, y comencemos a trabajar unidos en aras de la especie y del planeta?

Nada se nos ha prometido. La historia ha colocado esta carga sobre nuestros hombros. A nosotros nos corresponde construir un futuro valioso para nuestros hijos y nietos.

PARA FINALIZAR

Carl Sagan ha sido una tremenda influencia personal; y le estaré muy agradecido por inculcarme el escepticismo, la humildad y el amor por la ciencia.

El nunca afirmó tener todas las respuestas, ni tampoco que no se equivocaría en ciertas cuestiones. Pero lo que si sostuvo siempre fue una integridad por la investigación, por la búsqueda de la verdad y el reconocimiento de los hechos con un estoicismo admirable, y además su amabilidad para transmitir sus conocimientos, que, a día de hoy, con la amenaza de la planificación central, los chovinismos culturales, la burocracia y el estatismo en auge, nos son de gran ayuda para buscar luz en la oscuridad.

Antes de concluir este escrito, quisiera traer a colación esta última reflexión del aclamado físico estadounidense en su obra El mundo y sus demonios: la ciencia como una luz en la oscuridad (pág. 27):

En el comunismo se suprimieron sistemáticamente la religión y la pseudociencia… Excepto la superstición de la religión ideológica estatal. Se presentaba como científica, pero estaba tan lejos de este ideal como el culto misterioso menos provisto de autocrítica.

Sagan, C. (1945). “El mundo y sus demonios: la ciencia como una luz en la oscuridad” (3ra ed.). (D. Udina Abelló, Trad.) Barcelona, España: Planeta de Libros, Editorial Crítica.
Nota:

Este articulo fue escrito por Mike Veloza: Administrador de empresas y ciencias económicas, ávido defensor de la libertad y la individualidad, y columnista invitado a El Bastión.

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