Cuando la novelista y filósofa rusa-estadounidense Ayn Rand publicó su libro La virtud del egoísmo: un nuevo concepto de egoísmo (The Virtue of Selfishness: A New Concept of Egoism, en inglés), su título generó una serie de reacciones poco favorables. Hasta el día de hoy, cuando recomiendo el libro, varias personas me preguntan: “¿Qué puedo esperar de una autora que pone al egoísmo como una virtud?”, “Eso no es nada” –les respondo– “¡ella pone al egoísmo como base de su ética!”
El punto importante para aclarar acá es que el egoísmo al que Rand se refiere, difiere radicalmente de la errada concepción que la mayoría tiene sobre el término: no identificar al egoísta como quien se ocupa y actúa de acuerdo a su propio interés, sino como aquel capaz de arremeter contra todo y todos con tal de obtener lo que desea.
Actualmente, hay una fuerte tendencia a separar a las personas según una falsa alternativa ética: los dadores / altruistas frente a los tomadores / depredadores / “egoístas”. O eres de los que ponen a los demás por delante de ti mismo –no importa quiénes sean esos otros–, o eres de los que harían cualquier cosa con tal de lograr lo que deseas. El dador altruista es el niño que comparte sus más preciados juguetes con quien ni siquiera aprecia cuando internamente desearía no hacerlo; el depredador egoísta es el niño prepotente que arranca de las manos los juguetes ajenos, guiado por sus deseos, sus caprichos o el placer de ejercer su poder.
Frente a esta falsa alternativa, los padres de familia parecen tener solo dos caminos al educar a sus hijos.
Así es que vemos como algunos de ellos se esfuerzan por matar el “virus egoísta” de sus hijos desde que son muy pequeños, haciéndoles sentir que pensar en sí mismos, buscar su propio beneficio, tener sentido de la propiedad y sentir orgullo, son la parte mala a la que deben renunciar. Un claro ejemplo de esta actitud la presenció una amiga durante una celebración litúrgica (misa) cuando vio a su vecina presionar a su propia hija para que donará su muñeca más adorada –sigue sin poder olvidar la cara de angustia de esa niña obligada a ofrecer en sacrificio lo que para ella era un gran valor por el “deber” de encajar en el estándar ético que su madre le había impuesto–. Posiblemente aprendió que ser una “buena niña” significaba subordinar sus propios deseos a los deseos y necesidades ajenos.
También vemos a los padres que prefieren ver a sus hijos dentro del bando de los que se llevan el mundo por delante y nada los detiene. Padres que enseñan a sus hijos a ser lobos por miedo a que se transformen en ovejas y que los empujan a lograr lo que se proponen no importa cómo o a costa de quién. El ejemplo lo presencié yo misma en un partido de fútbol de adolescentes. Uno de los padres que observaba el juego desde fuera de la cancha, le gritaba a su hijo –quien marcaba a un rival en dominio del balón–: “Pártile las piernas al medio de una patada ¡y sácale la pelota!”. Para ellos, el fin justifica los medios.
En una sociedad donde solamente existen estas dos alternativas, las relaciones de las partes serán un juego de suma cero. Si quieres ser bueno, debes estar dispuesto a relegarte y renunciar a tus deseos; si quieres obtener lo que te propones, entonces debes estar dispuesto a atropellar a los demás. Víctimas y victimarios, buenos y malos, altruistas y depredadores. Pero en ninguno de los dos casos, las personas logran sentirse plenas, íntegras, respetuosas de sí mismas y de los demás al mismo tiempo, y capaces de generar relaciones de mutuo beneficio.
El otro problema de esta falsa alternativa es que logra que las personas terminen juzgando las acciones humanas no por su consecuencia objetiva en la realidad ni tampoco por las virtudes y habilidades que las mismas demandan de su autor, sino por quiénes son sus beneficiarios directos. Y así tendremos a aquellos que creen que solo una acción es buena cuando los beneficiarios son los otros, y aquellos que creen que una acción es buena por el simple hecho de ser uno mismo el beneficiario. Ninguna de las posiciones pone el foco en la naturaleza de la acción. Si un hombre muere al intentar salvar imprudentemente a un completo desconocido, los altruistas aplaudirán en su entierro; si un empresario obtiene un privilegio porque ofreció dinero al político de turno, los depredadores lo aplaudirán en su celebración; si un hombre decide gastar parte de su fortuna ganada honradamente en dos mansiones y un yate, los altruistas criticarán su codicia; si un hombre íntegro se niega a hacer un negocio millonario pero sucio, los depredadores lo tildarán de estúpido.
Pero existe una tercera opción que es la que Rand propone en su libro: el egoísmo racional. El egoísta racional tiene a la propia felicidad como objetivo fundamental de su vida, pero la encuentra en valores objetivamente buenos, aceptando la realidad como árbitro, la razón como juez y los derechos ajenos a la vida, a la libertad y a la propiedad privada como límite intransigible.
La ética del egoísmo racional está basada en el hecho de que el hombre es un ser individual, con su propio cuerpo y su propia mente, con sus propias habilidades, sus deseos y sus sueños. Con derecho a vivir para sí mismo y llevar a cabo las acciones que le permitan conservar sus valores. El egoísta racional considera que tiene derecho a vivir por sí mismo y no está dispuesto a convertirse en un animal de sacrificio para satisfacer los deseos ajenos, ni espera convertirse en el verdugo de sus hermanos pidiéndoles a ellos que se sacrifiquen por él.
El egoísta racional es el niño que conserva sus propios juguetes cuando lo desea y también los comparte cuando y con quien desea. No considera que cualquier niño caprichoso merece su generosidad, sino solo aquellos que él valora y respeta. Cuando un niño egoísta racional comparte un juguete, no siente su generosidad como un sacrificio en el que pierde –como la niña obligada a entregar su muñeca preferida–, sino como un placer en el que se ve recompensado con un valor mayor al que entrega. Sigue su propio interés y no su propia inmolación.
Estos niños se transformarán, con suerte, en adultos egoístas racionales, que no estarán dispuestos a ser sacrificados ni por depredadores individuales ni grupales, y que tampoco estarán interesados en sacrificar a nadie para lograr su propio beneficio.
Hasta ahora, la falsa alternativa dador/depredador con la que hemos venido lidiando no ha hecho otra cosa que generar grietas dentro de la sociedad, entre aquellos ya cansados de vivir para los demás por deber, y aquellos ya demasiado cómodos viviendo a costa de los primeros y con pocas intenciones de renunciar a sus privilegios.