Mucho ha sido el revuelo que ha causado la elección de Francia Márquez Mina como formula vicepresidencial del Stalin de Ciénaga de Oro, Gustavo Petro. Más allá del show mediático por el cuestionable uso que le brinda a la lengua castellana y de las riñas que ha casado con la cantante Marbelle y con el Presidente del Senado de la República, Juan Diego Gómez, lo que más destaca de este polémico personaje es su victimización continua en virtud de su raza y género, su carencia de propuestas plausibles y con indicadores reales para ser llevadas a cabo (típico de los propagadores del discurso plástico), el evidente odio y resentimiento que carga consigo y el citar con frecuencia el término “ancestral”, en especial si es para referirse a lo que muchos lobbies culturales de la nueva izquierda suelen denominar “deuda histórica”. ¿Qué tan cierto es esto? En verdad, a los que pertenecemos a alguna población minoritaria ¿los demás nos deben algo? Mucho más complejo todavía: ¿somos y seguimos siendo blanco de sus abusos?
Con lo dicho no pretendo en lo más mínimo ponerme del lado de Márquez Mina ni de ningún lobby cultural afín a la izquierda –detesto sobremanera la forma en la que gustan de la instrumentalización de otros–, porque por encima de lo que ella sea como persona, me molestan sus posiciones que alimentan la vulnerabilidad ante el resto de la sociedad de los que somos minoría. Para nadie es un secreto que soy abiertamente “gay”, “andrófilo” o como prefieran llamarlo, el caso es que mi orientación sexual va hacia las personas de mi mismo sexo y que se autoidentifican cis-género y, por ello, no tolero que quienes viven de ese activismo político se crean nuestros representantes, como si los varones con estos gustos y preferencias, así como las mujeres, los negros, los indígenas, los discapacitados, los niños, entre otros, fuéramos bloques monolíticos, graníticos y que se mueven siempre en la misma dirección, además de que tampoco somos ni nacemos víctimas; las personas como yo también somos individuos, que piensan por sí mismos y en donde cada uno tiene ideales, pasiones, anhelos, proyectos y otros más distintos el uno del otro. Ergo, no deberíamos permitir que nadie hablará en nuestro nombre, porque cada quien es capaz de hacerlo en su propio nombre. Nadie nos adeuda nada, fuera de que es imposible determinar, por consenso, en qué momento histórico específico es que los demás comenzaron con la famosa deuda.
No obstante, no se puede negar que parte de la narrativa de personajes tan indeseables como Márquez Mina es verdad. Es cierto que a las minorías se nos han violado nuestros derechos humanos, el asunto es que esa defensa de los derechos no conviene establecerla a partir de un grupo o colectivo, sino desde el individuo, y particularizar cada caso de violación de los derechos, porque todos los casos por más semejantes que puedan ser entre sí, al final, son diferentes. Ese es mi propósito a través de estas líneas.
A saber, miembros de lo que se conoce como “comunidad LGBTIQ+” han sido objeto de abusos, robos y horrendas torturas que han concluido en homicidios. En lo que va de 2022 se habla de crímenes horribles contra 35 personas que integraban la población trans. Asimismo, se ha confirmado la muerte de seis varones homosexuales en Medellín, ciudad en la que resido, y cuyos casos llaman la atención porque las circunstancias que envuelven a los crímenes siguen un patrón similar: habitaciones de hotel, aplicaciones de citas y sevicia sobre los cuerpos de los asesinados, conectarían lo que se ha convertido en una amenaza para mi y para los míos. El miedo se ha vuelto una constante para nosotros en las calles de Medellín.
Globalmente, cerca de 256 episodios de violencia se registran para personas que no somos straight (heterosexuales para mayor comprensión), de acuerdo con reportes entregados por la Secretaría de la “No Violencia” y la Gerencia de Diversidad de Género e identidades sexuales de la ciudad –para que se vea también, la inutilidad de estas instituciones, que constituyen a la larga más burocracia que otra cosa–.
Los lamentables hechos convocaron varios ejercicios de protesta, no solo en el Valle de Aburrá, sino en todo el país, durante esta semana que terminó. “Intolerancia y prejuicio”, alegan, son los motivos que desencadenaron todo esto tan triste.
Para muchos la situación nos ha provocado sentimientos de impotencia y dolor. Sin embargo, no es correcto quedarnos de brazos cruzados.
La defensa de los derechos humanos no solamente por los que somos minoría, sino de todas las personas, se debe fortalecer ahora más que nunca, pero mediante otro enfoque, porque si nos continúan viendo y nos seguimos haciendo ver como víctimas, difícilmente el panorama mejore. He ahí la razón por la que insisto tanto en defender a la especie humana desde el individualismo porque, fuera de lo que ya he mencionado, la violación sistemática de los derechos individuales de los que somos minoría, para nuestra desgracia, se ha avivado también por las opiniones salidas de contexto que muchos miembros de estas poblaciones han lanzado sin medir su alcance. “Los pájaros tirándole a las escopetas”, dirían los abuelos.
Por lo anterior, me es imposible no recordar un momento en el que, compartiendo con mi exnovio una cena en un reconocido restaurante de la ciudad, este me llamó la atención porque le dije “Amor” ante las personas que allí nos estaban atendiendo y otros comensales. Sus argumentos fueron que no debía hacerlo, según él, porque “aún no todos en la sociedad están preparados para eso”. Esta y otras actitudes en su comportamiento me inquietaban, no solo porque tenía una fijación que para mi rayaba en lo patológico por querer siempre mantener todo lo que hacía parte de nuestra relación “bajo discreción”, llegando al punto de ocultar lo que teníamos incluso con gente con la que a diario trabajaba, sino porque él provenía de una familia muchísimo más abierta en materia de sexualidades que la mía. Con el tiempo descubrí que sus acciones se debían a que gustaba de serme infiel ocasionalmente con otros chicos con los que no concretaba nada más aparte de encuentros sexuales fortuitos.
No buscando exponer demasiado mi vida íntima o queriendo debatir en el plano moral el proceder de mi expareja por “no cumplir acuerdos previamente establecidos”, cito este episodio como ejemplo por lo peligroso de su narrativa, porque está justificando la falta de preparación de una considerable parte de personas para que sigan aconteciendo hechos violentos, no únicamente en contra de los nuestros, sino de cualquiera. Recordemos que la falta de conocimiento o preparación no eximen de responsabilidades o culpas a nadie; una acción no se borra y una equivocación es una equivocación, independiente de quien sea su ejecutor.
Este comentario es tan poco oportuno como otros que he visto en redes sociales, igualmente provenientes de los nuestros. Comentarios tipo: “es que eso les pasa por ponerse a buscar lo que no se les ha perdido”, “es su responsabilidad por meterse con desconocidos” o “por culpa de gente así de promiscua es que a todos nos catalogan como enfermos”, le dan poder a los perpetradores de estos repudiables casos de violencia. Comentarios así son tan estúpidos y dañinos como decir que alguien se topó con la muerte en circunstancias semejantes porque le dio por “irse de vacaciones” o por “salir de fiesta”. Desde luego la responsabilidad individual es un factor importante en todo esto, pero ello no tiene que ver directamente con la manera tan cruel en la que estos seis hombres fueron asesinados, así como tampoco tienen que ver directamente su estilo de vida o sus vicios. Violencia es violencia, punto.
Sigue siendo la sangre derramada de personas que, inocentes como un cordero, porque eso sí no debe negarse, por confiar en los que no debían y en aras de querer vivir una experiencia agradable y placentera, encontraron una muerte atroz.
Yacemos en guerra en todo el planeta por múltiples razones y dos de ellas, pese a que lo quieran negar los conservadores ortodoxos para los cuales las personas como yo somos los idiotas útiles al “globalismo” y representamos una especie de “chavismo de género”, son la intolerancia y el prejuicio.
Gracias a la intolerancia y el prejuicio se ha incurrido en toda clase de crímenes, simple y llanamente porque a unos no les gusta lo que otros hacen a puerta cerrada, y esto no es exclusivo de la orientación sexual; acá de igual forma nos encontramos asuntos como la religión y otros, especialmente, de carácter cultural.
Pero la intolerancia y el prejuicio no se van a acabar demandando un Estado más presente. Por el contrario, hacerlo logra que se creen más entidades inútiles como las que mencioné varios párrafos atrás, en lugar de fortalecer la defensa, la seguridad y la justicia, funciones que básicamente dieron origen al Estado, aunque este torpemente cumple. Si bien no creo en la plena abolición del Estado, dado que el ser humano posee un componente inmoral que es necesario sea “vigilado” de algún modo, es innegable que el Estado no es capaz de suplir a cabalidad con las funciones por las que fue concebido y por eso la intolerancia y el prejuicio deben ser atacados desde y por la ciudadanía.
Somos nosotros mismos los que debemos ir en contra de los enemigos de la libertad, en contra de los que juegan a ser dios –aunque ataquen en su nombre o porque desafían la existencia de su nombre–, en contra de los que no soportan que otros hagan o crean en lo que quieran. Para ello debemos armarnos de mucha paciencia y argumentar basados mucho más en los hechos que en las percepciones. Debemos atacar ese componente educativo que ahora se encuentra cooptado, irónicamente, por personas como Francia Márquez y otros como ella que avalan el colectivismo más recalcitrante, así como por fundamentalistas religiosos y retrógrados que desean invisibilizar a toda costa aquello que se salga del molde que estos consideran “correcto y moral”. Corresponde, por más agresivo que pueda leerse, ser intolerante con los intolerantes, pero obrando con tacto e inteligencia y sin caer en discursos identitarios, fatalistas y victimistas. Corresponde demostrarles a los lobos que nos pretenden embestir que ya no somos corderos, ¡somos leones!, hechos a base de fuerza, determinación y convicción. Ya nunca más debemos ser corderos por desangrar.
Claramente nadie nos debe nada, así como tampoco le debemos nada a nadie, salvo las obligaciones financieras y morales que adquirimos a consciencia con otros. No obstante, no por esto se debe permitir que la violencia impere como la regla y mucho menos que sea justificable por razones como “la falta de conocimiento o preparación de otros” o la supuesta falta de asumir como se debe la “responsabilidad individual”. La violencia es un enemigo de la libertad, un enemigo que no se destruye con sus mismas espantosas reglas, sino actuando por encima de estas. Por cierto, y aunque para algunos se lea paradójico por lo último que dije, también urge otro detalle adicional: ¡LIBRE PORTE DE ARMAS YA!