El Chile de hoy, a pesar del amplio rechazo que la mayoría expresó al Proyecto de Nueva Constitución, está siendo desmantelado desde adentro por los operadores políticos que siguen adelante con el plan trazado. ¿Cuál es la tensión central entre el crecimiento del Estado y la democracia? ¿Es solo un tema de gustos y preferencias que dependen del sector político al que se pertenece? En otras palabras, ¿tienen el mismo peso moral la posición de un estatista y la de un minarquista?
A primera vista, cualquiera diría que el famoso principio de la fraternidad es lo que diferencia a quienes dicen tener una sensibilidad socialista (desde la tercera vía al comunismo) respecto a sus competidores políticos. Ellos, sentados en el “palco de la empatía”, sensibilizan con la incapacidad de millones de personas que sufren las vicisitudes de la vida, vistiéndoles y alimentándolos cuando la realidad los desnuda. Sabemos que estas redes de apoyo social tienden a crecer de forma compulsiva a menos que exista una institucionalidad fuerte, basada en criterios de profesionalismo, eficiencia y eficacia. Solamente a partir de su existencia es posible contener los irrefrenables apetitos políticos que tienden a confluir en una captura del Estado. Pero, ¿por qué debería importarnos, más allá de los efectos económicos, un crecimiento desmedido del aparato estatal? Porque quiebra el pacto social en el que se funda la democracia.
Eso es lo que ha sucedido en Chile, transformándonos en un país inviable. Pero vamos por partes.
Lo primero que se extingue cuando el aparato estatal ha sido capturado por operadores políticos es la posibilidad de la alternancia en el poder que promete la democracia a los ciudadanos. Si como ha pasado con Chile, la burocracia estatal se duplica en diez (10) años bajo Gobiernos mayoritariamente del mismo signo izquierdista, entonces un cambio real de Gobierno se tornará imposible. En breve, no importará a quién elija la ciudadanía. Los operadores, desde sus cómodos sillones invisibles a la fiscalización, van a jugar a favor de su sector político. Y es esta falla telúrica la que condujo al país al descalabro que se manifestó con el millón de personas protestando con gran malestar, producto de que no vieron ningún cambio de los prometidos por el Gobierno de derecha. Y es que, ellos no lo sabían: los cambios no son posibles si quienes ejecutan las órdenes atornillan al revés.
Traducido en cifras y según expertos en la materia, Chile tiene una desigualdad de ingresos similar a Finlandia, Alemania o Francia. El problema es el Estado, no el mercado:
Traducido en términos políticos, la izquierda rasga sus vestiduras por una desigualdad que ella misma se niega a reducir, pues su objetivo es generar el malestar social que sirve a su revolución.
Otra arista del problema es que un Estado capturado es un Estado fracasado. Con fracaso me refiero a aquellos derechos sociales por los que clama la izquierda encendiendo los ánimos de millones de personas. Lo que la ciudadanía no sabe es que los mismos que dicen ser la voz del pueblo construyen cuidadosamente las condiciones para que las demandas no sean satisfechas. La estrategia política es remover las conciencias en torno a un concepto de ciudadanía que involucra cierto bienestar material cuyo origen es la redistribución, mientras, al mismo tiempo, se destruye la posibilidad de generar dicho bienestar capturando el Estado con operadores políticos que no tienen ninguna habilidad a la hora de poner en práctica las políticas públicas. Es entonces cuando la crisis económica toma dimensiones políticas y la gente se levanta en contra de un Leviatán que mete los tentáculos a sus bolsillos a cambio de nada. El peso de la caja negra de Easton termina sepultando al contrato social. Y ese es, justamente, el objetivo de la izquierda totalitaria. Del caos nacerá la demanda por el orden, y quién mejor que ella para darle al pueblo lo que pide.
Ese es también el gran peligro que se cierne sobre el horizonte en estos momentos. Analicémoslo con detención.
En el Estado fracasado trabajan miles de operadores políticos que disfrutan de incontables privilegios, desde la imposibilidad de su despido hasta el alza permanente de sus sueldos, indexados a la inflación. A ellos las posiciones de poder les sirven para quebrar la institucionalidad desde adentro. Caso emblemático es la negativa de nuestro Tribunal Constitucional a revisar la constitucionalidad del grupo narcoterrorista, Coordinadora Arauco-Malleco (CAM). Ante la querella presentada, los honorables integrantes del Tribunal decidieron, por segunda vez, no aplicar la Constitución vigente. ¿El resultado? Se dejó en suspenso la posibilidad de requerir, por acción pública, la inconstitucionalidad de movimientos u organizaciones, como la CAM, con lo que la democracia chilena perdió los mecanismos internos que tenía para defenderse de sus enemigos. En palabras de Marisol Peña, expresidente del mismo Tribunal:
En otros términos, el Chile de hoy, a pesar del amplio rechazo que la mayoría expresó al Proyecto de Nueva Constitución, está siendo desmantelado desde adentro por los operadores políticos que siguen adelante con el plan trazado. Y esto no debiera de sorprender a nadie, pues el mismo Presidente, Gabriel Boric, afirmó que el resultado del Plebiscito de Salida no significaba un cambio de planes, sino solo un “ir más lento”, mientras la vocera de la campaña del “Apruebo” afirmaba que, en ocasiones, retroceder un paso es necesario para avanzar dos. Finalmente, avanzar no es difícil cuando el pacto social se ha quebrado y el Estado ya no cumple con la función básica de proteger la democracia.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Blog de Fundación Disenso.