Antigua es la tensión psíquica que ocasiona la fe cuando se enfrenta a los hechos empíricos que constituyen nuestra realidad. Podríamos incluso afirmar que, de la infinidad de cuestionamientos que se ha hecho el ser humano desde que es consciente, este es uno de los más complejos y, por tanto, irresolubles. Tras el plebiscito del pasado 4 de septiembre, en el que votó una mayoría abrumadora de ciudadanos rechazando el Proyecto de Nueva Constitución inspirado en el socialismo del siglo XXI, Chile se encuentra en el siguiente dilema: ¿cree o no la población a la clase política que ha decidido continuar con el proceso constituyente?
Muchos quieren creer, porque es muy difícil cargarse la realidad al hombro y continuar solo en la lucha personal que hoy se ha vuelto enormemente más pesada para la mayoría de la población por la crisis económica y de seguridad que enfrentamos. Algo que, además, es producto de la politización de la vida en cuyo marco ni siquiera un niño puede asistir tranquilo a la guardería, porque le obligan a experimentar con sus genitales para que descubra si es varón o mujer. En síntesis, la vida misma se ha convertido en una experiencia indeseable.
Estamos ante el triunfo de la cultura de la muerte que avanza a pasos agigantados, mientras el malestar aumenta y el instinto de autodestrucción se entrona como vencedor y regente en el inconsciente colectivo. En el contexto descrito, la necesidad de élites que representen, den respuesta y sean caja de resonancia de los ciudadanos, es cada vez más acuciosa. Y es que la gente necesita confiar y delegar ciertas decisiones en otros. Así ha sido a lo largo y ancho de nuestra historia, porque, en la República, cada uno se dedica a lo suyo: el zapatero a los zapatos, el comerciante al comercio, el médico a la sanación y el político a resolver los problemas que emergen en la esfera pública. Cumplimos así con el ideal de Platón y de Adam Smith, que nos permite especializarnos en la materia que cada uno considere más cercana a sus talentos. Sin embargo, las democracias suponen la participación de ciudadanos activos que destinan parte de su tiempo libre a la fiscalización de los políticos y a la formación de una opinión propia sobre los asuntos públicos. El problema es que los chilenos estamos cansados, y es ese cansancio el que impulsa a una parte importante de quienes dieron la batalla por el rechazo al Proyecto de Nueva Constitución a querer creer en las élites y confiar en que harán lo mejor para el país. Con este contexto, nos encontramos en un momento clave para el futuro de Chile.
Profundicemos.
Tras el estallido revolucionario en 2019, que destruyó parte importante de las ciudades del país y puso en jaque nuestra institucionalidad, irrumpió la pandemia que fue utilizada como mecanismo de control social para poner paños fríos a la inflamación de los sectores revolucionarios. La tiranía sanitaria tuvo un costo político importante, puesto que las elecciones de los convencionales que redactaron la Constitución rechazada se realizaron con parte del electorado encerrado en casa por miedo al contagio y, con otra parte, al menos un millón y medio de votos, hastiada de los controles que se relajaron solo por ese día tras meses de aislamiento y encierro. Era evidente que, teniendo la libertad para visitar a sus familiares y sin tope horario por causa de las elecciones, los amantes de sus familias, en lugar de concurrir a las urnas, iban a ir a visitar a sus parientes. Así fue como se eligió a una mayoría de convencionales disfrazados de apolíticos que terminaron siendo instrumentos del castrochavismo –aunque se lea gastado– e hicieron un “copia y pega” de la Constitución boliviana y le propusieron a Chile adoptar el Estado social de Derecho y el modelo territorial de las narcodictaduras, conocido como plurinacionalidad.
El actual punto de inflexión que enfrentamos los chilenos está dado por la continuación del proceso constituyente y el Acuerdo por Chile al que suscribió la extrema izquierda con esa derecha que dice ser de centro, supuestos defensores de la “democracia”, la “República” y la “libertad”. Previo al famoso acuerdo, los mismos negociadores establecieron bordes que vuelven a poner en tabla, pero esta vez como ideas intransables, varias de ellas, rectoras del proyecto rechazado. De todas, la peor es el engendro del “Estado social de Derecho” hoy vigente en Bolivia, Colombia, Venezuela y Ecuador. Este modelo reemplaza el antiguo ideal del Estado benefactor que siempre inspiró las promesas populistas de los “libertadores” hispanoamericanos.
¿Por qué la izquierda ya no aspira a emular a la socialdemocracia europea? Porque sus intelectuales afirman que los países de Iberoamérica jamás lograrán los altos niveles de desarrollo económico que son necesarios para su implementación. De ello se sigue una brillante conclusión: los derechos sociales deben garantizarse con independencia de las condiciones económicas del país. En otras palabras: el Estado social de Derecho es socialismo puro y duro, una especie de eufemismo que, además, funda los cimientos de una sociedad occidental deconstruida. Ello, porque reemplaza la igualdad ante la ley por la igualdad sustantiva; regula constitucionalmente el proceso económico y sus principales actores; limita el derecho a la propiedad, supeditándolo a que cumpla su función social; asume la transformación funcional y estructural del Estado por la cual este se convierte en gestor de prestaciones y servicios; tutela la economía a través de la planificación y regulación; cumple la función de remodelación social reconociendo la existencia de una estructura social injusta que debe ser corregida a través de su accionar; y concibe las relaciones Estado/sociedad civil como interrelacionadas y no. Además, se funda en el derecho garantista que entiende al derecho de propiedad como un derecho de segundo rango por “desigualar” a los individuos.
Imagino que cualquier lector medianamente sensato quedará atónito si le digo que el Estado social de Derecho fue aprobado por la “derecha” chilena como un borde intransable dentro del nuevo proceso constitucional. El problema es que la ciudadanía no es consciente, porque el tema no se profundiza en ningún medio de comunicación ni se abre el debate, poniendo sobre la mesa el hecho de que el modelo aprobado tiene aplicación en países profundamente influidos por el castrochavismo, del cual sabemos que liquidará nuestra democracia y provocará el desfonde institucional de la República, paso previo y necesario para su refundación. En otras palabras y, tal como lo afirmó el Presidente de la Cámara de Diputados, Vlado Mirosevic, “volvimos a fojas cero”. El acuerdo firmado, no es más que otra hoja en blanco.
No sabemos qué va a pasar, pero una cosa está clara: si por el hastío de quienes anhelan volver a sus asuntos y dar por cerrado el capítulo constitucional, los ciudadanos se retiran a sus vidas estrechas y deciden creer a la élite que afirma representarlos, la pesadilla de Chilezuela se hará realidad. Eso ya lo saben los cubanos y los venezolanos que superaron el dilema de “creer” o “no creer” en el que se encuentran los chilenos.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Blog de Fundación Disenso.