Una vez más, el ministro de Salud y Protección Social de Colombia, Guillermo Alfonso Jaramillo, se pierde “divagando”. En Medellín, durante un foro sobre la reforma a la salud, declaró, sin un ápice de vergüenza, que: “Mientras el Grupo GEA incrementa sus utilidades día a día, la gente en esta región sufre de hambre”. Tal aseveración, especialmente en un evento repleto de estudiantes, no puede augurar nada positivo.
Las ganancias no son el enemigo del pueblo. No. El verdadero riesgo se encuentra en la retórica anti-empresa y anti-mercado promovida por el Gobierno Nacional. Bajo esta premisa, es imperativo que confrontemos la amenaza que se cierne sobre el avance de Colombia: la condena sistemática del lucro y la actividad empresarial.
La narrativa promovida por el Gobierno y amplificada por sus seguidores retrata al empresario como un villano cuyo único objetivo es despojar al pueblo de su bienestar. Esta percepción, distorsionada en extremo, no solo destruye los cimientos de nuestra economía, sino que también perpetúa un ciclo perjudicial de pobreza y estancamiento. Es esencial entender que las ganancias no son un botín extraído a la fuerza de los menos afortunados; al contrario, son la recompensa por crear valor para otros, un testimonio de la innovación y el servicio a la comunidad, un indicio claro de haber logrado mejorar significativamente la calidad de vida.
Después de analizar medio siglo de estadísticas en los Estados Unidos, William Nordhaus, Premio Nobel de Economía, concluyó que los que aquí llaman “capitalistas codiciosos” solo logran capturar 2,2 % de todo valor social que generan. Este dato es crucial, ya que desmonta la idea de que los empresarios acumulan riqueza a costa del bienestar general. Por el contrario, demuestra que la gran mayoría del valor generado por la empresa privada se dispersa ampliamente en la sociedad.
¿Qué le ocurre a una sociedad que ve el lucro como inmoral? Nos enfrentamos a un panorama donde la iniciativa privada es reemplazada por un Estado omnipresente y omnipotente, cuya eficiencia y capacidad de innovación son, históricamente, cuestionables. La visión de un Gobierno como único proveedor de bienestar y progreso es una utopía peligrosa, que ha condenado a millones a la pobreza a lo largo de la historia.
Ante este panorama, resulta alarmante el ensordecedor silencio de muchos sectores que deberían estar al frente de la defensa del empresario y la libertad económica. En ocasiones, algunos empresarios parecen haber cedido ante la presión de una narrativa que los deslegitima y criminaliza. Este silencio no es solamente una abdicación de su responsabilidad, sino una rendición ante las fuerzas que buscan desmantelar los pilares de nuestra prosperidad.
Es hora de confrontar con valentía y convicción los ataques infundados contra el sector privado. Defender el lucro no es defender la avaricia; es defender la capacidad humana de innovar, mejorar y avanzar hacia un futuro mejor. Debemos rechazar la retórica dañina que pinta las ganancias como algo que se roba en lugar de algo que se gana. Es imperativo desmontar los mitos que rodean al lucro y reivindicar el papel esencial que juega en la generación de bienestar y progreso. En un momento donde el futuro de nuestra economía y nuestra sociedad está en juego, el silencio no es una opción. Los defensores de la libertad y el progreso debemos alzar la voz, no solo en defensa del lucro, sino en defensa de la esperanza de una Colombia más próspera para todos.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Diario La República (Colombia).