La oscuridad que trae consigo el final del día, empezaba a consumir la escasa luminosidad de aquella tarde tranquila y solitaria en víspera de Noche Buena. Como detalle de esta época del año y acompañando a tan bella escena, estaba de adorno una delicada capa de nieve que se servía poco a poco sobre el ya sepultado pavimento. Absorbido por aquel espectáculo natural y huyendo del tóxico brillo intenso del monitor que poseía en frente, dejé divagar mi mente entre el océano de ideas sin sentido y absurdas que este tipo de ocasiones genera.

Sin reaccionar, a causa del ruido sordo, pero hipnótico de las ráfagas de viento azotando el ventanal por el que miraba. Esa oscuridad, que ya había devorado todo lo que quedaba de la tarde, había penetrado en el piso de oficinas en el que me encontraba. Aplicando su tenebroso y estricto modus operandi, la oscuridad ya había engullido todo, incluyéndome, salvo por la luz de mi monitor y algunas otras tenues provenientes de aparatejos que jamás descansan.

Esa terrorífica situación en la que estaba y de la que me percaté ya muy tarde, inspiró a mi poca creativa mente que, sin piedad alguna, me posesionó en el epicentro de las clásicas películas clichés de terror de Hollywood, que poco o nada me gustaban. Debo admitir que, siendo totalmente escéptico sobre su veracidad, soy muy temeroso, sobre todo, con lo que tenga un matiz paranormal.

Teniendo esa cruel estimulación en el pensamiento, decidí poner pies calientes y salir lo más rápido de aquel lúgubre y amplio piso de oficina que estaba abarrotado de cubículos, teléfonos y papeles apilados, que apenas y podía diferenciar entre el espesor de las penumbras. Obviando mis miedos algo infundados, por cierto, infaliblemente en la noche, este lugar posee un aura muy poco amigable para estar y solo fue cuestión de tiempo para que imaginara, o tal vez en verdad, empezara a escuchar que ruidos impropios hicieran presencia ahí. A toda prisa, ante la duda de los ruidos inventados o no, cual niño huyendo apagué el computador, metí lo importante en mi maletín y al término de eso salté hacia el ascensor. Esbozando como un estertor mientras me movía iba agradeciendo a Dios la suerte de que dicha máquina elevadora estuviera cerca de mi espacio de labores.

Una luz cegadora, pero fría, atravesó mis dilatados ojos, cortando sin piedad las penumbras con abrumadora efectividad. La susodicha, provenía del interior del ascensor y, cual baño en una cascada, me llenó de una paz que trajo consigo el tranquilizador raciocinio y su posterior auto burla, al recordar lo ridículo que me he de haber visto al estar a toda prisa por salir de una instancia que, por muy opresiva que es su atmósfera, no era más que un simple lugar de trabajo.

Bajé los 36 pisos que me separaban del suelo a una velocidad competente, pero con la consecuencia de un estorboso pitido en mi oído. Saludé como de costumbre al personal de seguridad, que de manera festiva tenían un mini-árbol de Navidad con lucecitas parpadeantes y que despintaba un poco la sobria e imponente entrada del edificio, hecha en porcelanato negro, acero y vidrio brillante.

Mi tranquilidad se vio interrumpida al recordar que ese día era víspera de Noche Buena, esto significa que, a diferencia de otras latitudes, solo la soledad se pasea con impunidad sobre las calles una vez cae la noche en esa festividad. Para rematar mi mala suerte, mis aventuras mentales y de escape del piso de oficinas embrujado, me habían hecho perder la oportunidad de coger cualquier taxi o medio de transporte público, ya que esa delicada capa de nieve que observé temprano se transformó en un muro de casi 10 cm que permeó todo el piso e impedía la circulación normal de cualquier vehículo con ruedas. Intenté primero solicitar un taxi y esperar que un milagro ocurriera, pero el tiempo, como ser severo que es, pasó sin cesar, extinguiendo así poco a poco las esperanzas de tener un camino cómodo a mi solitario hogar.

Eran ya las 10:00 p.m., dos horas pasaron sin siquiera pestañear, y el desespero me tomó por completo. Resignado y haciendo una mueca inconforme de despedida, agradecí al personal de vigilancia que me había hecho compañía hasta ese momento y decidí irme sin más vacilaciones mentales. Al abrir la pálida y fría puerta de vidrio, se asomó sobre mí una tétrica calle que me llevaba hacia la estación más cercana del metro, mi última y única alternativa viable. No me gustaba la idea porque a pesar de ser barato y funcionar cuando todo lo demás falla, siempre estaba abarrotado y, dado que siempre cargo equipos delicados conmigo, estoy expuesto a ser asaltado o recibir un golpe que dañe mis pertenencias.

Aquellas exigencias de comodidad se volvieron insulsas al observar con más exigencia lo tétrico de la calle que parecía tener unas ansias desbordadas de tragarme. Incluso, hacía lucir aquel piso de oficinas embrujado como un cuento de hadas. La visibilidad era limitada, debido a la insaciable nieve que caía, y la luz parecía jugar al capricho saltando entre zonas que quería y las que no. Emprendí mi viaje empuñando mis manos dentro de la chaqueta y restándole importancia a mis miedos absurdos. Con un paso algo tosco, pero constante, gracias al espesor de la nieve, logré sin mayores contratiempos sobrepasar una cuadra, siendo esa la primera de tres que tenía que superar para llegar a la estación.

A mitad de la segunda cuadra y seguro de la soledad a mi alrededor, sentí como una mirada me seguía y pesaba sobre mi espalda. Era inquietante e incómodo, pero me negué a voltear creyendo de manera absurda que, si nada hacía, nada pasaría. La pesadez sobre mis hombros aumentó al punto de asfixiarme levemente y en otro intento en vano, adjudiqué la sensación a mis temores infundados por lo sugestionado que podía estar. Seguí caminando, buscando la forma de esquivar la mirada, pero también fue inútil. Parecía predecir mis movimientos, era agobiante, sentía que supiese de mi malestar y lo disfrutase con pleno descaro, lo que le agregó algo de rabia a mi carrusel de emociones.

Mi cerebro, incrédulo ya sobre las excusas, no se dejó persuadir más y me armó de un valor insospechado con la respiración algo agitada. De tope, miré hacia atrás abruptamente a la expectativa de sorprender y encontrar algo, pero solo el eco de los vientos virulentos chocando con los edificios me respondió. Intranquilo, apreté el paso y al ingresar a la tercera y última cuadra noté con alivio que la calle como tal, había sido paleada para permitir el paso de vehículos en caso de emergencia y confiando en que no iba a pasar ninguno, salté de la acera y empecé a caminar en medio de la calle.

El sonido de mis pisadas aumentaba con el crujir de los cristales de hielo siendo triturados; crujido que, me causaba cierta tranquilidad al saber que eran los únicos estando al compás de mis pasos. Pero el hecho de ser observado en la cuadra anterior todavía retumbaba con mayor fuerza sobre mi cabeza. Las luces de la entrada subterránea de la estación servían a lo lejos como faro de un lugar un poco más seguro que la intemperie de la calle donde estaba y, de paso, avisan su cercanía.

A pesar de la fugaz paz al ver los faroles un poco más cerca, se corroboraron todos mis miedos de un golpe, ya que al reiniciar mi marcha a paso rápido, el crujir de otros cristales de hielo aplastados se escucharon atrás mío. Estos rompieron la ortodoxia sonora que tenía mi caminar; instintivamente pensé que sería mi agresor y volví a girar de manera abrupta y preparado para luchar, si era el caso. Mi vista algo mareada por el giro agresivo a priori no detectó nada, pero bastaron tan solo unos segundos para que se reajustaran y ahí fue cuando lo vi por primera vez.

Casi al inicio de esa calle, distinguí entre el vaivén de la nieve a merced de la ventisca lo que parecía una figura erguida imitando a un ser humano tratar de esconderse. Estaba detenido y percatado de mi penetrante, pero desconcertada mirada, debido a la oscuridad que lo arropaba. No traté de contactar y me giré presto a correr pensando en que sus intenciones no eran buenas para mí.

Sus pasos siguieron los míos y algo cansado por el esfuerzo extra del peso que cargaba, paulatinamente descendí la velocidad de mi carrera. Pendiente al crujir atrás mío, sorpresivamente también ese ser descendía la suya, eso me desencajó por completo y mientras corría, únicamente pensaba en cuáles eran sus intenciones, –¿por qué solo pretendía perseguirme y observarme? –exclamó mi conciencia, asimilando un poco la situación. Sin percatarme, logré estar frente a frente de uno de esos faroles de la entrada a la estación, y de manera instintiva ingresé, siempre vigilante a mis espaldas, no hubo asomo de nada, ni siquiera de alguien que estuviera interesado en mi existencia. Calmado por el hecho, compré el boleto del tren y me perdí entre la poca gente que había para despistar.

Estando en la seguridad del tren, en un vagón solo acompañado por mujeres de edad mayor, empecé a recapitular lo sucedido, intrigado, sobre todo, en la intención de ese ser, ya que concluí que de quererme asaltar o hacer daño había tenido más de una oportunidad para hacerlo cuando nos encontrábamos a solas. Ensimismado en mis hipótesis, pasé todo el trayecto hasta llegar a mi destino que era la estación más cercana a mi casa, pero por más cerca que estuviese, aún tenías unas dos largas cuadras por cruzar.

Saliendo de la estación sin mayores novedades, reinicié mi caminata enrevesada por el susurro físico del frío que hacía levantar mis vellos y sospechas. Conocía muy bien esa zona y para estar tranquilo, decidí coger un callejón el cual acorta la distancia con el aditivo de que pocos conocían el mencionado atajo. Estando en el callejón, entre sonidos de ratas masticando restos y gruñendo, retumbó a lo lejos un sonido poco natural, incluso para las mismas ratas.

Un estruendoso pisotón con la clara intención de llamar la atención, con la diferencia de que la primera vez no sonó detrás mío, sino arriba de mí. Sin dilaciones, pero asombrado, miré. Allí estaba nuevamente, asomado en una escalera de hierro para incendios, observándome fijamente y resguardado por las tinieblas del callejón. Aunque no veía con claridad sus ojos, sabía que exclamaban que no importaba a donde fuese, él sabía a dónde iría y ahí estaría para perseguirme, cual anima pertinaz buscando venganza.

La adrenalina volvió a inundar mi torrente sanguíneo y mi corazón empezó a bombear como el motor de un bólido. Empecé a correr de manera despavorida, a lo que escuché, una vez fuera del callejón, que ese ser había saltado y estaba en el suelo presto a perseguirme nuevamente. Jamás me detuve; la necesidad de supervivencia me nubló la mente, pero mi instinto me guio y corrí hacia mi casa. Con un salto de carácter olímpico, me volé una cerca de madera que dividía la casa de mi vecino con la mía por la parte de atrás. En ese momento recordé que de esa puerta había extraviado la llave, pero aquella cerca me brindó resguardo y, con escasa lógica, aproveché el momento para permitirme escuchar a ver si todavía me seguía.

Sus pasos, también presurosos sostenían una amplificación constante en mi dirección, aun cuando estaba seguro de que no me había visto saltar. Estaba claro entonces, por el retumbe de su andar, que se encontraba al cruzar la valla. Sus pisadas aplanaban los cristales de hielo apilados con una confianza que me demostró que sabía dónde vivía y que yo era su presa. Con agilidad y silencio bordeé mi casa por el callejón izquierdo hasta la puerta principal y, entrando en una danza suicida con mis llaves, logré liberar el doble seguro de la puerta. Ingresé y la cerré de un arrebato con sus respectivos seguros, pero sabía que de una u otra manera iba a entrar. Entonces pensé que mi única oportunidad era ocultarme en mi sótano y prepararme a enfrentar a mi persecutor.

Una vez resguardado en una esquina del sótano, en completo silencio y oscuridad, escuché el vidrio de una ventana romperse, seguido de algo que tanteaba la puerta para destrabar los seguros. El chirrido de las bisagras, algo oxidadas, me dejó saber que estaba entrando y el grito de la madera del piso contraída por el frío penetrante anunciaba su posición. Con absoluta disciplina, revisó cada instancia de mi casa, pero demoró un poco en darse cuenta de que yo había dejado la puerta del sótano abierta, decidido a seguir su incansable caza, se adentró con extrema cautela.

Usando las escaleras, se detuvo un segundo. Pareció sorprenderse porque los clamores de la madera bajo sus pies habían cesado, esto debido a que el piso aquí es hecho sobre cemento y en baldosas. Una vez superado su lapsus, reinició su marcha en lo que, nuevamente, las tinieblas lo abrazaban con recelo e impedían que lo detallara. Bajó recostado con la espalda hacia la pared que le servía como un pasamanos, ya que con sus manos sujetaba un artefacto inteligible.

Sentí el golpe cuando colocó un pie en el suelo del sótano, cortando de manera inopinada el silencio mortuorio que ensombrecía la habitación. En ese momento, activé dos interruptores que estaban a mi lado, en consecuencia, se escucharon al unísono, un grito desgarrador, una puerta cerrarse y… una trampa de osos activarse. De inmediato, se encendieron las lámparas led que recién había instalado en cada esquina, justo para una ocasión como esta y su luz, al igual que la del interior del ascensor en aquel piso, rajó de un tajo la penumbra esquiva que lo confundía todo. Por segunda vez, me había dado un baño de tranquilidad y certidumbre, descubriendo todo sobre esta extenuante persecución.

En el piso, tendido, ensangrentado y en estado de shock, mirando con lamento y suplica en donde alguna vez tuvo parte de su pierna; estaba vestido de negro, pero teñido del delicioso carmesí de su sangre, lo que me parecía era un policía. Algo incorporado y arrastrándose muy poco por los tejidos y fragmentos de hueso que aún ataban su pierna a la trampa, miró con asombro, pero sin extrañeza que en mi sótano reposaban todo tipo de herramientas y artefactos quirúrgicos que suelo usar sobre mis víctimas.

Con una sonrisa marcada de placer, no solo por el hecho de que hoy la comida irrumpió a mi casa suplicando engullirla, sino porque me desharé de un predicamento que me acechaba inesperadamente. Me puse mi delantal plástico favorito –la ocasión así lo exige– le dije mirando sus ojos desorientados. Asimismo, con gracia, me puse unos guantes de látex negros, echados en una mesa de acero, como si de un ritual se tratase. El oficial, observando a detalle sobre las escaleras y rincones a su alrededor, concluyó acertadamente que, el sótano era insonorizado al igual que la puerta; pero eso no detuvo su intento por suplicar ayuda o por su vida. –No me mates por favor… diré que eres un sospechoso descartado. –Masculló sollozando con un pálido rostro que pudo haber hecho ver a la nieve como tierra negra del África. Esbocé otra sonrisa, esta vez sarcástica en contestación a su propuesta, dejando claro lo inverosímil de la misma.

Me detuve un momento y abrí lentamente el primer cajón de la mesa de acero para sacar un objeto que, de solo exhibir su brillo, hace que un fuerte olor a amoníaco ambiente el lugar. Girando mi cabeza llamada por el hedor, ubiqué rápidamente su fuente en el ahora húmedo pantalón del oficial. Absorto por segunda vez ese día, la belleza del momento que observaba me hizo sentir la mayor satisfacción posible, solo comparable al orgasmo de una mujer secuestrada por todos y cada uno de sus placeres. Él comprendió al ver mi contraído rosto lo excitante que era para mí el fantasear sobre el devenir de nuestra inaugurada velada.

–Es curioso, y ahora que realizo en mi mente un breve escrutinio conclusivo de lo que fue nuestra danza previa a tu amorío con mi trampa que, en resumidas cuentas, lo único que hizo falta para que tu vida acabase aquí, fue solamente un poco de buena y mala suerte –le dije con una voz arrastrada y calmada mientras me acercaba con una sierra de mano de disco dentado, encendiéndola y apagándola para que el estruendo del arranque torturara sus oídos y su mente–. Te aclaro un poco. Buena suerte en razón de seguirme solitario, como si fuese yo una presa fácil de acorralar. De igual manera, mala suerte, en razón de creer que tú eras el cazador de esta historia –susurré en su oído por el ensordecedor ruido del motor de la sierra, acompañado de los gritos estridentes de dolor que exhalaba el oficial, viendo fijamente cómo culminé de cercenar una porción de carne sin hueso de lo que todavía le quedaba de pierna.

NOTAS:
  1. SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Géricault, T. (1818-1819). Le radeau de la Méduse (La balsa de la Medusa) [Óleo sobre lienzo]. Museo del Louvre (Le Louvre), París Francia. https://collections.louvre.fr/ark:/53355/cl010059199.
  2. Este cuento se publicó por primera vez en la antología literaria Fragmentos de venganza y muerte: cuentos de terror y misterio (ITA Editorial, 2022).

Carlos Noriega
Carlos Noriega

Barranquillero. Administrador de empresas y maestrante de finanzas públicas. Director ejecutivo (CEO) y miembro fundador del medio digital liberal/libertario El Bastión y de la Corporación PrimaEvo.

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