UNA MARCA DE SANGRE

—¡Por favor, te lo suplico, no me pegues más! ¡No más! Balbuceaba ella mientras la viscosa mezcla de sangre y mucosidad, que le corría vigorosamente desde la nariz hasta su boca, le empezaba a inundar los labios. 

Su marido, sordo por los alaridos internos de su ira, no atendía a súplicas y continuaba martillando su rostro con una fuerza desmedida, casi sobrehumana; esa que solo el odio más primitivo puede brindar.

Cada golpe, seco como la sal, caía como rayo punzando como espinas ardientes en su carne y, aunque intentó protegerse con sus antebrazos delgados y delicados como velas, no le serían suficiente, pues el ardor que emanaban desde sus médulas, anunciaba que pronto se quebrarían a causa de las fisuras que se iban acumulando.

—¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿No lo entiendo?! Bramó él, interrumpiendo el aluvión de golpes, mientras caía senado y exhausto sobre el inodoro que estaba a su espalda. 

Temiendo que articular cualquier palabra podría causar una segunda embestida inmediata, ella se conformó con lanzarle una mirada llena de un desprecio gélido y acusante entre lágrimas. Él, acostumbrado a tales tratos, se incorporó sin cruzar miradas para concentrarse en inhalar las bocanadas de aire suficientes para continuar, que resonaban como una cuenta regresiva.

—Tú no lo entenderías. Murmuró ella con suficiente fuerza para que se oyera.

Él, con el estómago hecho piedra, solo dejó que su silencio indiferente le contestara. 

—¡No serías capaz de comprender con tu diminuta cabeza -mientras golpeaba arrítmicamente el índice de su mano izquierda contra su propia sien— lo que es la desesperación y la agonía de estar prisionera aquí! Rematando con voz rasgada y ausente por partes.

Aquel reclamo, sumado a varios recuerdos evocados, encajó como una pieza pequeña en el rompecabezas que daba sentido a la imagen completa. Él quedó estupefacto, impotente y abrumado por no haber estado más atento y darse cuenta de aquella inevitable realidad.

Aprovechando el vacío mental en el que había caído su marido, que nadaba entre futuros alternativos imposibles, empezó a barrer con la vista todo el baño con la esperanza de encontrar algún objeto para contraatacar. 

Primero divisó la barra de aluminio donde reposaba la cortina de la ducha, pero un pensamiento eclipso sus planes y le dejo claro que no lograría levantarse con la rapidez y fuerza necearía para desprenderla y usarla antes de ser golpeada y rematada. 

Tal vez por las dosis de adrenalina recorriendo su sistema, el instinto de lucha o huida a causa del dolor o por la misericordia de la misma providencia que le encajo tal pensamiento, pero podía verse tirada en aquel suelo beige, con su rostro ensangrentado sobre un charco de sus propios fluidos y su marido todavía sobre ella, golpeándola desde la espalda como castigo por la búsqueda de la barra. 

Después, con lujo de detalle, sus oídos detectaron en las exhalaciones de su agresor una merma en su frecuencia; anunciando que el tiempo se agotaba. Un corrientazo que le recorrió la base de su delicado cuello hasta el final de su columna, la despertó de aquella terrible visión, recuperando el control de su cuerpo. Empujada por el dolor de su rostro y antebrazos, que le auguraban la agonía en la que iba a morir, sintió que su suerte estaba echada.

De repente, las exhalaciones se interrumpieron y, preparada para el fin, pensó que lo mejor era enroscarse en posición fetal para soportar lo más que pudiera. Pasaron tortuosos los segundos sin ocurrir nada, su agresor estaba congelado, detenido en una posición anormal, era como si alguien le hubiera dado al botón de pausa a la realidad. 

Noto que había dejado de sentir dolor, así como el sudor mezclado con sangre que le recorría en fractales por todo su cuerpo estaba detenido yendo en contra vía de las leyes más básicas de la física. Lo más imponente de todo era silencio generalizado que tenía secuestrado todo el baño y tal vez más allá. Miles de preguntas y emociones invadieron su mente, pero solo podía pensar en que era el momento de huir, era tal vez su única oportunidad para salir con vida; la respuesta a sus plegarias.

A pesar de estar arropada por el pánico, intentó ponerse de pie varias veces sin éxito, su conciencia daba la orden una y otra vez, pero solo sus ojos obedecían, no había duda, ella también estaba imbuida por aquel extraño fenómeno.

Con el mismo súbito advenimiento del silencio y la parálisis, una bruma empezó a materializarse a su alrededor, tragándose la realidad de poco. Después, se transformó en una neblina espesa y blanca, por último, se fue solidificando hasta llegar a ser una especie de vidrio. Encerrada en un cubo tan blanco como la leche, su vida se proyectó en cada pantalla como si de un cine se tratase. Su graduación, el rostro de felicidad al recibir su primer sueldo, el día en que conoció a su esposo en aquella discoteca y el nacimiento de su hija, Casandra, que tenía solo unos meses de nacida. 

La imagen de su bebita envuelta en una sábana azul cielo afelpada se congeló, reviviendo en ella la ira de su desgraciada situación y su hasta ahora nula respuesta. Como una reacción en cadena, recapituló todo lo que había hecho en ese día, que también se mostraba en aquellas extrañas pantallas, en búsqueda de algo que no haya podido mirar desde su limitada posición; hasta que un destello reflejado en metal le atravesaron sus retinas. 

Congeló la imagen para buscar el origen del reflejo y lo ubicó con claridad en un recuerdo de la mañana cuando estaba haciendo limpieza en el baño. Arriba del lavamanos, justo en la parte superior derecha de donde se encontraba arrinconada, estaba un portacepillos de dientes destapado. Allí, guardada, como de costumbre, estaba una depiladora de cejas de acero que usó a primera hora para raspar del enchape las gruesas y continuas manchas de moho que aparecían desde hace unos meses en el baño.

Una voz que emanaba más allá de esos muros pulcros, rasgo el imponente silencio del lugar y astilló de piso a techo aquel cubo blanquecino y vidrioso sin pronunciar palabra legible alguna. Tal como se había precipitado aquella anomalía sobre la realidad, había empezado a retroceder. Vidrio en niebla, niebla en bruma, silencio en ruido y parálisis en movimiento.  

Arrastró con su boca magullada una bocanada de aire que le supo al hierro de su propia sangre, llenando así todos sus pulmones para no desfallecer si inconscientemente deja de respirar. Tensionó cada músculo de sus piernas, cuál lobo antes de saltar sobre su presa, para no gastar más segundos de los necesarios al ponerse de pie. Sus pupilas se dilataron al ritmo de su corazón embriagado de adrenalina, para ubicar con certeza la zona más jugosa de puntos vitales.

El grito desgarrador de él marca el regreso a la realidad, un sonido que envuelve el baño en una atmósfera de tensión palpable. Ella, impulsada por una fuerza sobrehumana, se levanta con una velocidad abrumadora, sus movimientos casi imperceptibles. En un rápido y decidido movimiento, toma la depiladora de cejas con una fuerza indómita, sintiendo el peso de su determinación.

Él, enfurecido y decidido a terminar con la confrontación, no se detiene a pesar de la amenaza del arma. Con un rugido de rabia, lanza un golpe brutal con su brazo derecho, impactando su abdomen con una fuerza devastadora.

Ella emite un grito ahogado, el sonido rasgado se mezcla con un chillido agonizante mientras la fuerza del golpe la obliga a inclinarse. La desesperación le da una fuerza casi sobrenatural, y con un esfuerzo titánico, ella arrastra el aire hacia sus pulmones con tal intensidad que sus cuerdas vocales parecen desgarrarse.

Confiado en el éxito de su ataque, él se echa atrás, listo para ver su rival caer y dar el golpe final. Exponiendo su torso, abre un pequeño espacio en el que él no percibe la amenaza inmediata. En ese instante, como una fracción de segundo que parece estirarse en el tiempo, ella clava la depiladora de cejas con precisión mortal en el centro de su garganta.

Él intenta llevarse las manos al cuello, buscando desesperadamente extraer el objeto que perfora su manzana de Adán. Sin embargo, el torrente de sangre brota con una intensidad aterradora, inundando el aire con una macabra viscosidad. Su cuerpo se tambalea, y la vida se le escapa en cuestión de segundos. Se desploma con un último temblor, dejando un rastro de sangre en el suelo del baño. Su respiración se desvanece en un susurro, y la realidad se sumerge en un silencio absoluto, marcado solo por el eco del dolor y la desesperación que persiste en el aire.

Incrédula de su victoria, camina algo desorientada y exhausta hacia la razón de su lucha. Sostiene a Casandra entre sus pechos para sentir su calor y palpar que se encuentra sana y salva. Tras cerciorarse, la devuelve a su cuna para medio limpiarse, cambiarse de ropa y salir lo más rápido posible de lo que alguna vez llamó hogar.

Con todo listo en el vehículo, regresa al sótano para buscar un bidón lleno de gasolina y esparcirlo por toda la casa hasta la puerta. 

—Que las llamas devoren lo que no debió haber existido, y que el fuego arrastre con él la oscuridad que nunca debimos conocer. Masculle desde la seguridad del jardín y observa como el fuego empieza a consumir a todos los cuerpos de la casa.

Carlos Noriega
Carlos Noriega

Barranquillero. Administrador de empresas y maestrante de finanzas públicas. Director ejecutivo (CEO) y miembro fundador del medio digital liberal/libertario El Bastión y de la Corporación PrimaEvo.

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