DÉFICIT COMERCIAL EN LOS EE. UU.: Por qué no es el villano que parece

A medida que los aranceles y la política comercial dominan los titulares actuales, es crucial reconocer la suposición profundamente errónea en el centro del debate: que el déficit comercial de los Estados Unidos significa que estamos “perdiendo”. Esta idea se ha convertido en el villano habitual del relato económico nacional, presentado como un marcador de fracaso, especialmente, por el presidente Trump, quien sostiene que debemos exportar más, importar menos y “arreglar” el déficit causado por supuestos malos acuerdos comerciales. ¿La consecuencia?, una agenda impulsada por aranceles basada en una mentalidad de suma cero, donde la ganancia de un país implica necesariamente la pérdida de otro. Sin embargo, así no funciona el mercado.

Un déficit comercial no es una marca de vergüenza para la economía. No. Es una señal malinterpretada que puede significar cosas muy diferentes dependiendo de qué lo causa. Antes de imponer más aranceles, debemos repensar lo que realmente expone el déficit comercial y por qué la mentalidad de “estamos perdiendo” nos está llevando por mal camino.

Los economistas no ven los déficits comerciales como inherentemente “buenos” o “malos”: se preguntan por qué ocurren y qué nos dicen. En 2024, los EE. UU. importaron bienes y servicios por un valor de 4,11 billones de dólares, mientras que exportaron USD$ 3,19 billones, resultando en un déficit comercial de USD$ 918,4 mil millones. A simple vista, eso puede sonar alarmante. No obstante, los dólares gastados en importaciones no desaparecen: a menudo regresan como inversión. Ese mismo año, la inversión extranjera directa (IED) –empresas extranjeras construyendo fábricas, abriendo oficinas o comprando terrenos en los EE. UU.– aumentó en USD$ 388 mil millones, mientras que la inversión en cartera –la compra de bonos, acciones y otros activos estadounidenses por parte de extranjeros– aumentó en USD$ 1,43 billones. Estos flujos de capital muestran que los dólares del comercio suelen retornar, alimentando empresas, infraestructura y fondos gubernamentales. Lejos de ser una señal de debilidad, el déficit comercial refleja el estatus de los Estados Unidos como imán de inversión global, donde los dólares salen por el mercado, pero regresan por la inversión, manteniendo la fortaleza económica.

El temor al déficit comercial alimenta muchas malas políticas comerciales hoy en día, aunque, irónicamente, todos nosotros vivimos con un déficit comercial en nuestra vida diaria, y estamos mejor por ello. Yo, personalmente, tengo un déficit comercial con Starbucks, Abercrombie y Trader Joe’s: compro café, ropa y alimentos de ellos; ellos no me compran absolutamente nada a mí y, sin embargo, estoy mejor porque obtengo los beneficios de ese intercambio. No tengo que cultivar mis propios granos de café, coser mis propios sacos o mantener un huerto que inevitablemente olvidaré regar. En cambio, me especializo en lo que hago bien –mi trabajo– e intercambio mis ingresos por cosas que otros producen mejor, más barato y con mayor efectividad. Esa es la belleza del intercambio voluntario. En el papel, claro, parece que tengo un déficit comercial con todos excepto con mi empleador; en la realidad, todos ganamos, incluyéndome a mí.

El mismo principio se aplica a nivel nacional. Un déficit comercial no es una señal de fracaso: es una señal de riqueza. Significa que los estadounidenses tienen ingresos y poder adquisitivo para comprar los mejores productos del mundo, desde vinos franceses hasta electrodomésticos japoneses y frutas tropicales de Colombia y el Caribe. Eso no es debilidad económica: es fortaleza. El libre comercio nos permite especializarnos en lo que hacemos mejor –software en Silicon Valley, aviones en Seattle, entre otros– y comerciar por el resto. Esta es la ventaja comparativa en acción: cuando los países se enfocan en producir lo que hacen de forma más efectiva, todos ganan. ¿Y el beneficio más ignorado? El libre comercio les devuelve tiempo a los estadounidenses. En lugar de reproducir cada producto desde cero en nombre del nacionalismo económico, podemos invertir nuestra energía en actividades de mayor valor. He ahí la verdadera historia: una que no puede medirse solo con un déficit comercial.

Cuando se moldea la política comercial con la anticuada idea de suma cero de que un déficit comercial significa que “estamos perdiendo”, terminamos causando más daño que bien, especialmente, a las mismas personas que decimos querer proteger. El déficit comercial de los EE. UU. no es inherentemente una señal de debilidad; con más frecuencia refleja una fuerte demanda del consumidor y la posición de los EE. UU. como un lugar atractivo para invertir. Pero cuando los déficits se convierten en chivo expiatorio político, la respuesta suelen ser aranceles: impuestos que elevan los costos para las empresas y hogares estadounidenses en nombre de la “protección”. Así no ganamos.

Si realmente nos tomamos en serio la competitividad, la solución no es imponernos más impuestos. No. Es abordar las verdaderas barreras: impuestos altos, regulación excesiva y políticas laborales rígidas. Un déficit comercial no es un marcador de fracaso: es un dato que necesita contexto. Antes de arreglar la política comercial, debemos arreglar la mentalidad que la guía. Abandonar la narrativa de “estamos perdiendo” es el primer paso.

NOTA:

La versión original de esta columna apareció por primera vez en el portal norteamericano Orlando Sentinel.

Holly Jean Soto
Holly Jean Soto

Economista de la Universidad George Mason y directora de operaciones de la organización Ladies of Liberty Alliance (LOLA), cargo que ha ejercido durante los últimos ocho años aportando una perspectiva de libre mercado con principios sólidos a los debates económicos y de políticas públicas.

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