POLÍTICA: ¿Un espacio hostil para las mujeres?

¿Ella no gritó?, ¿no hay testigos?”, fue la defensa de un expresidente acusado de abuso sexual. Lejos de provocar indignación generalizada, sus palabras fueron celebradas por muchos. Y lo reeligieron. Esta escena, que parece salida de una distopía machista, refleja una verdad incómoda: para muchas mujeres, hacer política no significa alcanzar el poder, sino sobrevivir en un espacio que constantemente las pone en peligro.

La política debería ser un espacio de representación, diálogo y servicio público. Pero para cientos de mujeres en todo el mundo, es también un campo de batalla silencioso, donde el acoso, la humillación y la violencia sexual son parte del paisaje cotidiano. En 2016, un estudio de la Unión Interparlamentaria encuestó a 55 parlamentarias de 39 países: el 81,8% dijo haber sufrido violencia psicológica en el ejercicio de su cargo, y un 21,8% fue víctima de violencia sexual. Pese a que han pasado casi diez años desde ese informe, poco parece haber cambiado.

Hoy, romper el silencio sigue siendo una barrera casi infranqueable. La vergüenza, el miedo, la impunidad y la protección sistémica de la que gozan muchos agresores siguen siendo escudos impenetrables. La víctima denuncia, aunque es cuestionada, desacreditada, revictimizada. Y el agresor… continúa su carrera.

El estudio señalaba que gran parte de los ataques eran motivados por las posturas políticas de las mujeres en temas controvertidos. Es decir, no son hechos aleatorios: son ataques con un mensaje claro. El objetivo es desanimarlas, hacerlas retroceder: recordarles que “ese espacio no fue hecho para ellas”. Pero lo que el informe no dice –y lo que suele quedar invisibilizado– es que muchas mujeres también son víctimas sin tener cargos de poder. Basta con estar ahí, con ser mujer, con incomodar.

Y si el sistema político calla, los medios muchas veces hacen coro. Rumores, titulares sensacionalistas, comentarios misóginos. Mujeres hipersexualizadas, deshumanizadas, reducidas a sus emociones. Según el estudio, un 27,3% de las encuestadas dijo haber sido objeto de imágenes o comentarios sexualizados en medios tradicionales, y un 41,8% en redes sociales. La violencia política de género no solo se ejerce en despachos o pasillos: también habita en los titulares, en los comentarios de X (antes Twitter), en los gestos cómplices del silencio.

No obstante, el problema no se agota en el daño a las víctimas. No. Esta violencia erosiona la democracia. Porque si las mujeres tienen miedo de postular, si sienten que hablar les puede costar la carrera o la dignidad, entonces el sistema está roto. Y ese miedo se multiplica. Porque nadie quiere entrar a una arena donde ya tantas han sido heridas. Así, el ciclo de exclusión se perpetúa, y la política sigue siendo un club al que se accede solo si estás dispuesta a pagar un precio muy alto.

Es cierto que en los últimos años hemos visto movimientos como #MeToo o #NiUnaMenos, que han servido para visibilizar estas injusticias. Sin embargo, con visibilizar no basta. La exposición debe convertirse en conciencia, y la conciencia en acción. Los agresores deben ser sancionados en tribunales, sí, pero también en el tribunal de la opinión pública. Porque mientras sigan siendo premiados con cargos, votos o aplausos, el mensaje será claro: aquí no pasa nada.

Cuando un agresor no enfrenta consecuencias sociales –ni siquiera cuando hay consecuencias legales–, la sociedad aprende que denunciar no sirve. Que lo mejor es callar. Y así, la vergüenza y la culpa siguen cayendo sobre las víctimas, mientras los agresores caminan libres, sonrientes, protegidos por el sistema al que deberían estar sirviendo.

Por eso el cambio no puede ser superficial ni simbólico. Las instituciones políticas deben asumir su responsabilidad en erradicar esta violencia. Deben crear protocolos claros, actuar con firmeza, proteger a las denunciantes y romper los pactos de silencio. También necesitamos algo más profundo: solidaridad entre mujeres, sí, pero también compromiso real de los hombres. No como aliados de ocasión, sino como actores corresponsables de un cambio urgente.

La transformación debe ser, primero individual, por supuesto, pero esencialmente, grupal y estructural. Desde la educación temprana en que TODOS SOMOS IGUALES ANTE LA LEY y QUE TODOS MERECEMOS EL MISMO TRATO CON RESPETO sin importar nuestro género, hasta reformas que sancionen el acoso político como delito. La política no puede seguir siendo un lugar donde se tolere la violencia y donde las voces femeninas sean aplastadas por el miedo, la burla o la indiferencia.

Porque si el precio de participar en política es el silencio o la humillación, entonces no estamos hablando de democracia. Y sin democracia verdadera, ningún país puede avanzar.

Rebecca Winkelstein
Rebecca Winkelstein

Bachiller en Ciencias Sociales con mención en Antropología por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Columnista en diversos medios digitales. Office Manager de la Fundación Friedrich Naumann para la Libertad (Países Andinos).

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