La verdadera batalla en la vorágine de los nuevos tiempos no es entre izquierdas y derechas, sino entre libertad y poder. En virtud de esto, querido lector, quiero preguntarte: ¿te sientes políticamente huérfano?, ¿observas el espectro político y no encuentras un lugar? Tal vez crees en la libertad económica y también en la libertad de elección personal. Quizás defiendes el libre mercado con la misma pasión con la que defiendes el derecho de cada individuo a vivir como prefiera. Si es así, probablemente te habrán llamado “de derechas” por lo primero y “de izquierdas” por lo segundo, dejándote en un limbo ideológico. Por ahora, puedo asegurarte: no estás solo.
La confusión antes mencionada es el síntoma de un problema mucho mayor: el compás que hemos usado durante más de 200 años para navegar la política está irreparablemente roto. Las etiquetas “de izquierda” y “de derecha”, lejos de aclarar, enturbian el debate. Fuerzan alianzas ilógicas y ocultan la verdadera disputa: la que enfrenta la libertad individual con el poder del Estado. Creo que ya es hora de abandonar el mapa viejo y trazar uno nuevo.
Para discernir por qué el compás se rompió, debemos trasladarnos hasta su origen: la Asamblea Nacional durante la Revolución Francesa. La disposición era simple. A la derecha del presidente se ubicaban los defensores del antiguo régimen –monarquía, aristocracia y clero–, los cuales pretendían mantener una sociedad jerárquica, colectivista y basada en privilegios otorgados por el Estado. Eran, en esencia, los conservadores del poder estatal centralizado.
Por otra parte, a la izquierda se sentaban los revolucionarios: comerciantes, burgueses y pensadores ilustrados. Estos, promovían lo que hoy llamaríamos liberalismo clásico. Querían desmantelar el poder absoluto del Estado, abolir los privilegios, establecer la igualdad ante la ley y liberar al individuo. Defendían la propiedad privada, el libre comercio y un gobierno limitado cuya única función fuera proteger los derechos naturales de cada ciudadano, como tan brillantemente había articulado épocas atrás el gran John Locke.
Esta es la ironía fundamental que debemos entender: en su origen, la izquierda era liberal. Nació para resguardar al individuo frente al colectivo y al mercado frente al Estado. La derecha, en cambio, era la facción del estatismo y del colectivismo jerárquico.
¿Qué ocurrió entonces? Un gran secuestro. Durante el siglo XIX y principios del XX, el socialismo usurpó la etiqueta “de izquierda”. Conservó la retórica del cambio y la liberación, pero pervirtió su sentido: ya no buscaba liberar al individuo del Estado, sino emplear un nuevo y todopoderoso Estado para liberar a un colectivo (el proletariado) de otro (la burguesía).
El socialismo cambió el objetivo: ya no buscaba la libertad individual, sino la igualdad material obligatoria. Y para alcanzarla, requería un Estado con un poder aún más absoluto que el de los reyes que la izquierda original había derrocado. Asimismo, la derecha también mutó. Dejó de ser puramente conservadora y se convirtió en una extraña amalgama de nacionalistas, tradicionalistas y, a menudo, promotores y ejecutores del “capitalismo de amigotes” o “capitalismo clientelista” (en inglés, crony capitalism), donde las grandes empresas usan el poder del Estado para obtener favores, regulaciones que eliminan a la competencia y rescates en caso de quiebra.
El resultado, como era de esperarse, fue catastrófico. El siglo XX reveló dos caras de la misma moneda colectivista: el nazismo/fascismo (colectivismo nacionalista, con tendencia a la derecha) y el socialismo/comunismo (colectivismo de clase, con tendencia a la izquierda). Ambos despreciaban al individuo, ambos adoraban al Estado y ambos masacraron a millones en nombre de un “bien superior”. El antiguo debate sobre más o menos Estado fue sustituido por el debate sobre qué tipo de Estado totalitario era el preferible. Y así llegamos a la actualidad, con un compás que ya no apunta a ninguna parte.
Hoy presenciamos a unas “izquierdas” que afirman defender a “los oprimidos” mientras abogan por un Estado que controla cada aspecto de la economía y la vida social, creando dependencia y asfixiando las iniciativas privadas que permiten superar la pobreza. También, contemplamos unas “derechas” que dicen defender la “libertad” mientras demandan proteccionismo económico que perjudica a los consumidores, subsidios para sus industrias favoritas y, con frecuencia, la imposición de sus valores y principios morales mediante la ley.
Ambas corrientes desconfían de la libertad individual. Ambas creen que un grupo de élites políticas sabe mejor que nosotros cómo debemos vivir. La “izquierda” pretende planificar la economía y la “derecha” nuestras costumbres; asiduamente, ambas buscan hacer las dos cosas. Discuten sobre quién debe conducir el coche del Estado, pero coinciden en que este debe ser grande, potente y con el acelerador siempre a fondo.
¡Ya es hora de desechar el compás roto! La dicotomía izquierda-derecha es una reliquia que nos obliga a elegir entre dos variantes del estatismo. No nos sirve.
El único eje que realmente importa, el que permite comprender el mundo, es el que mide el poder. En un extremo se encuentra la libertad máxima, donde el individuo es soberano y el Estado un sirviente mínimo limitado a proteger derechos. En el otro está el poder máximo, donde el Estado es amo absoluto y el individuo un simple engranaje.
El liberalismo clásico: mi hogar ideológico, se sitúa con orgullo dentro de la libertad máxima. El nazismo/fascismo y el socialismo/comunismo se sientan juntos en la orilla del poder máximo. La triste realidad es que la mayoría de los políticos “de izquierdas” y “de derechas” de hoy día se encuentran en algún punto intermedio; no obstante, ambos tiran con fuerza hacia el extremo del poder.
La próxima vez que te pregunten si eres “de izquierdas” o “de derechas”, la mejor respuesta quizá sea otra pregunta: ¿hablas de “libertades individuales” o del “poder absoluto del colectivo”? Esta es la única disyuntiva que realmente importa. Nuestra tarea no es escoger un bando en un teatro político obsoleto, sino señalar con claridad dónde está el VERDADERO NORTE: en la defensa inquebrantable de la libertad de cada ser humano.