En 1851 Colombia abolió la esclavitud. Fue un triunfo moral enorme, aunque en la práctica no significó el fin de la dominación, sino su transformación. Hoy no hay látigos ni cadenas, pero el Estado sigue tratando a los ciudadanos como si fueran propiedad suya. El Estado se comporta como amo porque invade cada rincón de nuestra vida. Nos dice cómo podemos trabajar, con quién, en qué condiciones. Decide qué podemos comprar, qué podemos vender, cuánto podemos ahorrar, dónde podemos invertir. Incluso regula qué podemos comer o beber, bajo qué horarios podemos abrir un negocio, qué trámites debemos hacer para producir o comerciar. Cada día aparecen nuevas normas que convierten la vida de los ciudadanos en un tablero de ajedrez, donde el burócrata mueve las fichas a su antojo. En Colombia, la libertad no es un derecho natural: es un permiso precario que puede revocarse en cualquier momento.
Con los pobres, la lógica de dominación es aún más brutal. El Estado no los quiere libres, los quiere dependientes. En lugar de abrir espacio para que creen riqueza, innova en mecanismos para mantenerlos atados a subsidios. En vez de darles alas para volar, les ofrece raciones para sobrevivir. Porque un pobre dependiente es un voto asegurado: un súbdito agradecido. El Estado no resuelve la pobreza: la administra. Y en Colombia la administra de tal manera que los pobres sigan siendo pobres y, lo que es peor, obedientes.
Cuando planteo esto en conferencias, suelen aparecer las objeciones.
La PRIMERA es: “el Estado somos todos, lo legitimamos con el voto”. Esa es una falacia peligrosa. La democracia es valiosa porque permite cambiar gobiernos sin violencia y limita el poder, mas no convierte la coacción en libertad. La libertad no es un regalo que otorga la mayoría, sino la ausencia de interferencia en la vida del individuo. Una mayoría puede decidir que tu negocio necesita veinte permisos para abrir, aunque eso no lo hace menos opresivo.
La SEGUNDA objeción dice: “sin el Estado, los pobres estarían abandonados”. Se confunde asistencia con emancipación. La ayuda de emergencia puede ser necesaria, pero lo que tenemos es un sistema diseñado para perpetuar la dependencia. Un pobre que progresa gracias a su esfuerzo es un ciudadano libre; un pobre que depende de la ración estatal es un súbdito en deuda. El primero puede reclamar, el segundo debe someterse.
Una TERCERA defensa es: “los colombianos pagan muy pocos impuestos; los que pagan son las empresas”. Es cierto que la carga directa sobre las personas es baja; sin embargo, los impuestos a las empresas siempre terminan en las personas: en salarios más bajos, en precios más altos, en menos inversión y menos empleos.
El problema no es solo económico: es moral. Un país donde el Estado regula hasta la respiración y convierte la pobreza en un negocio político no puede aspirar a la libertad: está condenado a la dependencia. Cada nueva regulación, cada subsidio permanente, cada permiso que condiciona la vida erosiona la dignidad ciudadana. En lugar de cultivar virtudes como la responsabilidad, la innovación y el trabajo, fomenta la pasividad y la sumisión.
Colombia necesita ciudadanos libres, no súbditos agradecidos. La verdadera abolición de la esclavitud no será real hasta que podamos decidir cómo vivir, qué producir y con quién cooperar, sin que el Estado nos trate como fichas de ajedrez. Hasta entonces, seguiremos siendo esclavos modernos: obedientes, regulados y dependientes.
NOTA:
La versión original de esta columna apareció por primera vez en el Diario La República (Colombia).