“La ley en Arizona protege a los farmacéuticos que se niegan a vender la píldora del día siguiente, o preservativos o cualquier tipo de producto tradicional de control de la natalidad, basándose en sus ideas religiosas ¿La ética Objetivista permite que profesionales de la salud se nieguen a vender contraceptivos? Si ese es el caso ¿Acaso no estarían violando la libertad de su cliente obligándola a tener un embarazo indeseado? Estamos absolutamente de acuerdo con el derecho del dueño de vender lo que quiera y dejar de vender lo que no quiera. Es su tienda, su trabajo y su propiedad, y el cliente que está tratando con él no tiene ningún derecho a exigirle que tenga o venda cualquier producto en particular si él no quiere hacerlo, salvo que exista un contrato que diga lo contrario.”
Leonard Peikoff
Hace unos cinco años, una pareja de lesbianas vivió un momento incómodo en un reconocido bar de mi natal Buenos Aires llamado La Biela, cuando el camarero y el encargado del local les llamaron la atención por acariciarse en público. Según el camarero, la pareja actuaba impropiamente para el lugar; según las chicas, no fue su conducta, sino su sexualidad la que, en realidad, les molestó. Sin entrar en detalles, la historia no terminó con un final feliz, pues una de las jóvenes amenazó con hacer una demanda por discriminación.
Historias como esta se vienen repitiendo en los últimos tiempos, pero con diferentes matices. Una que resonó en todos los medios fue la de un pastelero cristiano del Estado de Oregón (EEUU), dueño de una casa de repostería, que fue demandado por una pareja gay por negarse a prepararles una torta de bodas –todo se redujo a un show mediático y un proceso jurídico de varios años en el cual, al final, la decisión individual se impuso–. Enseguida las entidades antidiscriminación alzan la voz y ahí comienza el gran debate público entre quienes defienden a los ofendidos y los que defienden a los demandados.
Ser libres significa poder elegir nuestros valores y decidir nuestras acciones. Como cada uno de nosotros tiene idéntico derecho a su libertad, el único limite a mi libertad son los derechos ajenos. Es decir, soy libre de hacer todo aquello que me plazca, en la medida que no viole o ponga en riesgo la vida, la libertad o la propiedad del otro.
El derecho de propiedad significa que nuestro cuerpo y nuestra mente nos pertenecen como todo aquello que producimos gracias a ellos (ya sea un cuadro, una canción o una empresa). Eso también significa que tenemos derecho a decidir qué hacer con aquello que nos pertenece. Nuevamente, el único límite es NO violar el mismo derecho de los demás.
Libertad y propiedad son dos principios que están vinculados. Tengo la libertad de generar cosas que me pertenecerán y hacer lo que quiera con ellas, pero no con la propiedad ajena, donde la libertad del otro es la que comanda. En mi casa, yo pongo las reglas; en tu casa, tú pones las reglas. Puedo encontrarme con tus reglas ridículas y ofensivas y soy libre de abstenerme de ir a tu casa, o una vez dentro, decidir retirarme. Pero en tu propiedad no tengo derecho a imponer mis reglas ni tampoco mi presencia, en caso de que no quieras recibirme o, una vez dentro, decidas echarme.
William Pitt: Primer Ministro del Reino Unido a fines del siglo XVIII, lo puso de este modo:
Uno de los argumentos utilizados en relación a los casos anteriores es: “Tu casa no es lo mismo que tu local comercial. En él tienes la obligación de atender a todos, sin discriminar”. La pregunta es ¿Por qué? ¿Sigue siendo mi propiedad o no? ¿Acaso soy libre en mi casa, pero no en mi trabajo?
Que el público, en general, tenga mi permiso de entrar a mi local –debido a la naturaleza del producto o servicio que ofrezco–, no significa que la propiedad sea pública ¡Sigue siendo privada! El error que comete mucha gente es creer que porque se atiende al público, uno tiene el derecho a entrar en un local y obligar a su dueño a comerciar conmigo. En realidad, es el dueño el que nos está dando su permiso de entrar. Un estudio privado de abogados no permite entrar a cualquiera que se le ocurra a sus oficinas y elije a quién va a ofrecer sus servicios. Lo mismo un consultorio odontológico privado. Lo mismo un colegio privado.
Del mismo modo, el dueño de un bar o de una casa de repostería, tiene derecho de decidir libremente con quién desea o no desea comerciar, a quién permite o no permite ingresar, y a quién permite o no permite permanecer en su propiedad. Discriminar, en este caso, es su derecho, porque se trata de su propiedad sobre la cual tiene libertad.
Pongamos otro ejemplo. Supongamos que soy dueña de un espacio de radio y conduzco un programa. Mis principios a favor de la libertad quedan reflejados en mis opiniones. Un día llama a la radio Nicolás Maduro para hablar maravillas de su régimen comunista. ¿Estoy obligada a ceder mi espacio para que él promueva valores que no comparto? Claramente no ¿Tiene él la libertad de buscar un espacio que sí desee sus opiniones? Claramente sí. Pero, obligarme a través de una ley o cualquier tipo de coacción a ceder mi espacio para difundir una idea que va en contra de mis valores es, en definitiva, discriminar mis valores y privilegiar los de otros: es violar mi libertad y mi propiedad para favorecer a otros.
¿Cuándo discriminar se convierte en un crimen? Cuando quien discrimina lo hace iniciando la fuerza y viola los derechos individuales del discriminado. Los miembros del KKK no eran quienes decidían no comerciar con las personas de raza negra ¡Los secuestraban, los asesinaban y les quemaban sus propiedades! Hitler no dejaba entrar en su casa a los judíos y homosexuales para tomar el té ¡Los mandaba a los campos de concentración! Los terroristas islámicos, no es que se nieguen a estrechar la mano de los “infieles” ¡Les ponen bombas cuando tienen la oportunidad!
Son casos muy diferentes a los que se dieron en el bar de Buenos Aires o en la pastelería de Oregón. Mientras en los primeros se violan derechos individuales, en los segundos se pretendió ejercer los derechos de libertad y propiedad, sin violar idénticos derechos en los demás.
Claro que las jóvenes tienen derecho a manifestar libremente su desacuerdo con los valores y actitud de La Biela, y muchos estaríamos de acuerdo con ellas, dependiendo cómo haya sido el caso (hubo dos versiones al respecto); pero lo que no pueden hacer es ignorar su legítimo derecho de admisión y permanencia, y su libertad de comercio. Tampoco hay excusa para aprovecharse de leyes injustas y hacer negocio con el caso. Si se trata de defender la dignidad de las personas, no hay mejor ejemplo que actuar como una persona digna.