“Puedo decir, y no como un mero patriotismo, sino con el conocimiento completo de las necesarias raíces metafísicas, epistemológicas, éticas, políticas y estéticas, que los Estados Unidos de América es el más grande, noble y, en sus principios fundadores originales, el único país moral en la historia del mundo.”
Ayn Rand
El pasado 4 de Julio se cumplieron 245 años de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en la cual, las trece colonias norteamericanas manifestaban su emancipación de la corona británica. Pero en la realidad fue mucho más que eso. Los Estados Unidos no sólo se declaraban independientes de Inglaterra: los Estados Unidos declaraban independientes a sus habitantes. Independientes de cualquier persona o poder que quisiera adueñarse de sus vidas, de sus libertades o de su derecho a la búsqueda de la felicidad. Y el reconocer, manifestar y garantizar sus derechos, marcó una gran diferencia en la historia de nuestra civilización.
Los Estados Unidos fueron poblados por inmigrantes, la mayoría ingleses, escoceses e irlandeses. Cruzaban el océano dejando atrás lazos, tierras y costumbres con un único fin: encontrar libertad y oportunidades. Nadie se embarcó con garantía alguna de éxito, arriesgaban su vida en el mar y sabían que continuarían arriesgando su vida una vez llegados a una tierra que aún era salvaje.
En ese entonces no había planes sociales, ni ayuda estatal, ni mucho menos subsidios. Cada uno estaba por su cuenta y no estaba obligado a hacerse cargo de la vida ajena ni podía esperar que alguien se hiciera cargo de la suya. Era gente menos educada y sin las facilidades actuales para instruirse, peor alimentadas y con menos acceso a los alimentos que hoy en día. Eran mucho más pobres que los pobres actuales. No tenían ni medios de transporte apropiados, ni calefacción, ni electricidad, ni heladeras, ni microondas, ni internet, ni tampoco vacunas. Pero era gente valiente, que sabía que su destino estaba en sus manos y que confiaban lo suficiente en sus capacidades para abrirse paso en la vida. Creían que sólo necesitaban las oportunidades que brinda la libertad.
Fueron los primeros en comprender el significado de crear riqueza, generando entonces la nación más próspera de la historia. Pero no por casualidad, ni por sus recursos naturales, ni por el clima, ni por la genética de sus habitantes; sino por ciertos principios que importaron desde su madre patria, y que lograron, incluso consolidar más profundamente.
En 1688 en Inglaterra, Jacobo II al no encontrar el apoyo necesario para reinar, dejó el trono a Guillermo III, Príncipe de Orange, en lo que se conoció como “La Revolución Gloriosa”. Esta revolución, por un lado, terminó con el poder absoluto del rey y, por otro, logró institucionalizar los derechos individuales (vida, libertad y propiedad) que tuvieron como base la Carta sobre la tolerancia y los Dos tratados sobre el gobierno civil de John Locke –considerado el primero en mencionar estos–.
La mayor parte de la inmigración que pobló los Estados Unidos era de origen anglosajón y traían estos principios arraigados. Fueron ellos, ya asentados en la nueva tierra, quienes consolidaron los derechos individuales como base de la relación entre ciudadanos, y entre los ciudadanos y el gobierno. Fueron ellos quienes determinaron el papel del gobierno en relación a la protección de estos derechos, agregando también el derecho a la búsqueda de la felicidad. Fueron ellos quienes reconocieron su valor ético como condición necesaria para su reconocimiento jurídico y político. Los padres fundadores dieron un salto decisivo hacia este proceso, dejando asentados dichos principios filosóficos en su Declaración de Independencia, en su Constitución Política y en su Declaración de Derechos (Bill of Rights).
Y este “pequeño detalle” la transformó en la tierra de las oportunidades: un campo fértil para todos aquellos hombres y mujeres que buscaban sembrar, recoger y conservar el fruto de su esfuerzo y habilidad. Hombres y mujeres valientes, libres e independientes que desarrollaron un sistema de cooperación voluntaria donde todos progresaban, logrando crear la nación más próspera del planeta.
Actualmente, la situación es otra. Los Estados Unidos están abandonando, día a día, los principios básicos que dieron vida y alma a su grandeza; están abandonando la razón, el individualismo y el liberalismo para adoptar el capricho, el colectivismo y el populismo. Están dejando de lado los derechos individuales y venerando los “derechos sociales”. Están dejando de ser el modelo por alcanzar y adoptando todos los valores que hicieron a América Latina pobre y corrupta. Están dejando de ser el lugar donde los amantes de la libertad buscaban refugio, para convertirse en el resguardo de los amantes de los planes sociales y del “Estado benefactor”.
El actual presidente de los Estados Unidos: Joe Biden, así como sus dos predecesores: Trump y Obama (de quien Biden fue su Vicepresidente durante sus dos períodos en el poder), representan la visión opuesta a la que tenían George Washington, John Adams, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, James Madison y Thomas Jefferson; no sólo son la marcha atrás de todos los principios establecidos por los padres fundadores, sino que son el acelerador hacia el camino que América Latina ha tomado y que ha demostrado conduce directo a la decadencia.
El próximo año, una vez más, los Estados Unidos tendrán una nueva oportunidad de analizar su rumbo, y dependerá de estas elecciones legislativas si podrán continuar defendiendo el honor de ser llamado “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”, o si optarán por caer en la perversa trampa en la que todos sus vecinos del sur han caído y en la que siguen revolcándose.
Mientras tanto, las palabras de Thomas Jefferson seguirán retumbando como recordatorio y advertencia: “Prefiero ser expuesto a los inconvenientes derivados de tener demasiada libertad, que a aquellos que se derivan de tener muy poca”.