A gusto de generar un fuerte escozor a todos los fundamentalistas de Estado que leerán esta columna, es hora de tocar uno de los mayores tabúes que la sociedad colombiana tiene actualmente y que, indiscutiblemente, está relacionado con la crisis de inseguridad que azota al país: EL DERECHO A LA LEGÍTIMA DEFENSA.
Para esta ocasión, más que mostrar el desfile de cifras, conceptos y experiencias internacionales que clásicamente han rodeado el tema, quiero agarrar el toro por los cuernos y atacar el corazón del tabú, que es la narrativa socialchabacana predominante creada, gestionada y auspiciada por los famosos pepobucos.
EL INSTINTO DE AUTOPRESERVACIÓN
La discusión sobre la legítima defensa tiene demasiadas aristas como para abordarlas todas en esta columna; sin embargo, es indispensable arrancar siempre por una que es convenientemente olvidada y es el sano instinto de autopreservación como herramienta del derecho humano a la vida.
Aún cuando poseemos una capacidad única y excepcional para el razonamiento y la lógica, el ser humano no deja de ser un animal dentro del subgrupo de los mamíferos. Y, como todo animal, posee varios instintos que lo rigen cuando esa razón y lógica no sirven de mucho. Uno de esos momentos es el peligro inminente de muerte, del cual surge un instinto, sabiamente llamado por los científicos, reacción de lucha o huida.
Teniendo lo anterior como base es fácil concluir que el vilipendiar el derecho a la legítima defensa o tratarlo meramente como un tema legal, es desconocer parte de nuestra naturaleza y pretender, bajo la fantasía del Estado omnipresente y todo poderoso, cercenar ese nato impulso por defender nuestra vida cuando la amenaza se cierne frente a nosotros.
Una locura ¿cierto?, pero así estamos. Incluso hay quienes rechazan tajantemente la justa respuesta de la víctima al victimario sentenciándola como “justicia a mano propia”. Una bajeza intelectual muy común en los pepobucos de la capital del país que, irónicamente, gozan de un fuerte servicio de seguridad –público o privado–.
Tengo dos preguntas ineludibles. La primera es: ¿usted cedería totalmente la defensa de su vida –y la de sus seres queridos– a las instituciones del Estado?, y la segunda: ¿se siente en la capacidad mental para controlar esa reacción de lucha o huida?
Tenga estas preguntas en mente, porque la que sigue es…
¿Y SI EL ESTADO NO PUEDE?
En la Constitución colombiana se ha estipulado, literalmente, que el Estado posee el monopolio de las armas y el uso de la violencia como medida de resolución de conflictos. Esta es una gran responsabilidad que, desde la segunda arista más importante, la aritmética, resulta poco factible de cumplir a cabalidad.
Del total de las fuerzas armadas que tiene el Estado, la que está encargada de la protección de los ciudadanos en los cascos urbanos es la Policía Nacional. Ella es la que debe actuar de manera directa cuando suceden actos punibles (penales o no), además de las infinitas obligaciones que se le han impuesto por fuera de la principal.
Sacando cuentas, hasta el último trimestre del 2021, esta institución contaba con 171.063 oficiales activos –incluyendo personal administrativo–. Barranquilla, ciudad donde vivo, cuenta con un millón doscientos mil habitantes (1’200.000) según el ultimo censo. Significa que, si toda la policía de Colombia trabaja en y para Barranquilla, no serían ni el 15% del total de la población. Creo que no es necesario hacer la comparación con Bogotá y sus siete millones de almas o la totalidad de personas que viven en los cascos urbanos.
Siendo claros, no quiero resumir que el problema solo recae en la cantidad de efectivos, ya que se debe tener en cuenta las herramientas que maximizan su efectividad. Lo que quiero realmente derrumbar es el mito de la omnipresencia que le quieren dar a esta entidad.
Los números no mienten y si a usted lo atracan, es imposible que un policía esté ahí en menos de diez minutos con estos números –que en la realidad pueden demorar hasta una hora–. Pero, esos diez minutos, son más que suficientes para atracarlo, matarlo o hacerle cualquier barbaridad que el agresor tenga en mente.
EL MEOLLO DEL ASUNTO
Con las dos bases necesarias para tener una conversación enfocada en la realidad, podemos abordar los tres ejes que sostienen los pepobucos opositores a la legítima defensa:
- La cultura violenta,
- el principio de proporcionalidad y,
- la mutación al paramilitarismo.
Para evitar redundancias, se debe partir siempre que ellos atacan directamente la flexibilización del porte legal de armas como política de apoyo a la legítima defensa.
La cultura violenta
La violencia nacida de la intolerancia es una realidad incuestionable en el país. La mayoría de los hechos violentos nacen en esa respuesta siempre agresiva ante cualquier desacuerdo con un tercero. No obstante: ¿esa es razón suficiente para negar la flexibilización del porte legal de armas? ¡Pues no! Ya que no se está pensando en una liberalización del porte como en los Estados Unidos, ejemplo tan usado como cliché.
Lo que se pretende es que, primero, se derogue el decreto que prohíbe expedir nuevos permisos de porte y tenencia (Fuente AQUÍ). Y, segundo, se flexibilicen las causales del otorgamiento de permisos que, literalmente, exigen demostrar que tienes a “los de la moto” siguiéndote cada paso o te amenazó el máximo cabecilla del “Clan del Golfo”.
No se procura ni cambiar las pruebas físico-psicológicas o el manual de responsabilidades. Estas son condiciones que han funcionado de manera excelente y que se demuestran con la bajísima tasa de hechos violentos con arma de fuego letal ocurridos cada año.
El tema de la cultura violenta también recae en la falacia –y el absurdo– de la generalización. Sentenciar al tema por esta razón daría pie también a seguir con la prohibición general de las drogas ya que, a nivel cultural, el colombiano también tiene tendencia al uso y abuso de sustancias psicoactivas.
¿Es la prohibición de las drogas la solución al problema? Esta ampliamente demostrado que no. Y así como no se va a caer el país a pedazos por la despenalización de ciertas drogas, tampoco se va a convertir en un viejo oeste por flexibilizar el porte de armas cortas.
El principio de proporcionalidad
Erróneamente se ha construido en el desarrollo legal del país el concepto de que la proporcionalidad en el uso de la legítima defensa es equivalente a usar exactamente los mismos medios –magnitudes– en defensa y ataque. O sea que, generalmente, si usted es asaltado con un arma blanca, para que exista el principio de proporcionalidad usted puede defenderse máximo con otra arma blanca y solo reaccionar lo justo para evitar el ataque.
Otro gran absurdo que da a lugar a aberraciones judiciales como este caso, es:
Tras de tener que pagar casa por cárcel y quedar con una anotación judicial de por vida, debió pagar dos millones de pesos a sus atracadores. Esto es inadmisible, considerando que la condena fue por “tentativa de homicidio” porque el atracador recibió un disparo en el forcejeo con su víctima.
Esta burda visión del principio de proporcionalidad es el sostén de la narrativa de la “justicia por mano propia” que los pepobucos arengan desde sus torres nauseabundas de falsa superioridad moral.
La mutación al paramilitarismo
Eh aquí el eje fundamental de la discusión y principal sofisma de desviación y satanización del tema. Para ellos, toda persona que use la violencia es un paramilitar de hecho o en potencia. No importa el contexto, las razones, las justificaciones o las finalidades del uso. Se tiene que reprochar a la víctima que use la violencia, a menos que sea mujer o perteneciente a un grupo minoritario: entonces ahí cambian de discurso y pasa a ser un acto de “revolución” o “protesta”.
En fin, el tema del paramilitarismo –narrativamente hablando– es según ellos una carta “ganadora”, que es la máxima de las bajezas intelectuales que hay en este tema. La razón es que tiene además una contradicción que raya en lo ofensivo y en lo hipócrita. Veamos por qué.
El surgimiento del paramilitarismo en Colombia nace, precisamente, por la ausencia de la función estatal más básica: la seguridad y el orden público. El constante abuso de las guerrillas comunistas en las zonas rurales dio pie para el armado y posterior organización de grupos de civiles en pro de su supervivencia, cosa que cobra todo el sentido si tiene en consideración lo que expuse sobre el instinto de autopreservación.
No obstante, estas mutaron y sufrieron un proceso de corrupción y degeneración rápida que desembocaron en trazar metas y objetivos que buscaban suplantar al Estado en varias de sus funciones. Solo por sentar el punto en ejemplos, tenemos a la seguridad, la justicia e, incluso, lo social, cuando se reunieron para crear un “nuevo pacto social” visto en el famoso caso del Pacto de Ralito.
¿Qué tiene que ver la “refundación de la patria” con la legítima defensa? Es una de las preguntas que estos pepobucos tienen que responder, porque la mayoría de quienes defendemos este derecho y queremos una flexibilización del porte legal, solo deseamos tener una herramienta efectiva contra agresiones considerables pero muy comunes en las calles de Colombia.
Nadie en su sano juicio va a solicitar armas legales para conformar grupos paramilitares urbanos y con ellas “refundar la patria”. Asociar ambas cosas solo demuestra su falta de conexión con la realidad.
EN CONCLUSIÓN
Quedaron algunas cosas en el tintero, como mostrar las cifras de impunidad que hacen tener más desconfianza sobre el cumplimiento del Estado como garante de la seguridad, o los casos efectivos donde se salvaron vidas porque un civil poseía arma, y la abismal diferencia estadística entre los hurtos hechos con armas legales e ilegales.
Su discurso solo se basa en su fe ciega hacia ese ente denominado Estado, el cual, y nunca me cansaré de repetir, le adjudican cualidades y virtudes divinas. Por ello, siempre los llamaré fundamentalistas de Estado.