Tras la triste historia del quiebre institucional de 1973, con sus causas y efectos, Chile parecía haber aprendido que, en política, deben existir innegociables como la democracia representativa y los derechos que constituyen sus fundamentos.
Ese debía ser el piso común de todos los partidos políticos y ciudadanos que, después del experimento socialista de Allende, que causó el hambre y el descalabro total del país, habrían aprendido a valorar el Estado de derecho y los controles y contrapesos que impiden la concentración del poder y resguardan el respeto de los derechos humanos. Y es que, enderezar los descalabros institucionales por la fuerza, como sucedió bajo el gobierno del general Pinochet, transforma la realidad de muchos en una tragedia de considerables proporciones. De ahí que nadie debiese colaborar con llevar los asuntos humanos al punto de un nuevo quiebre institucional. El problema es el olvido. Nietzsche se preguntaba: “¿Cómo hacerle una memoria al animal-hombre? ¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso, en parte aturdido, en esta viviente capacidad de olvido, de tal manera que permanezca presente? […] Para que algo permanezca en la memoria se le graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria”.
Ciertamente, la solución no es el dolor al modo de una tortura permanente, sino la consciencia que, desde el estudio de la historia y la comprensión de los hechos, es sensible a la guerra y la paz, a la destrucción de la vida singular de cada persona y a la convicción de que nada de lo que sucede escapa a la libertad humana. Es decir, al contrario de lo que plantean los deterministas, somos artífices de nuestro destino.
Quienes protestaban legitimando la violencia del 18 de Octubre, ¿tenían a la vista la defensa de su democracia? Claramente, no. Llegó incluso el momento en que una mayoría importante consideró necesaria la destrucción de las ciudades, fuentes de trabajo y condiciones de vida de millones de chilenos para hacer cambios que se tradujeran en mejoras materiales. Fue en ese momento –cuando el mar de gente en las calles puso en jaque la gobernabilidad del país–, en el que se sobrepasaron los derechos fundamentales y se acordó llevar a la guillotina a la historia republicana del país, junto con su presente y futuro en democracia. Finalmente, cuando los derechos fundamentales se transformaron en una hoja en blanco, la élite dirigente pudo suspirar aliviada: había salvado el pellejo.
El olvido de nuestra historia se ha transformado en la maldición de los chilenos. ¡Pobre Chile! Si los revolucionarios tienen éxito y logran que se apruebe el documento que aspira a ser la nueva Carta Magna, el país será una amalgama de trece naciones. Éstas contarán con un sistema de justicia para chilenos y otro para pueblos originarios. Su institucionalidad política operará a través de una especie de cabildos reunidos bajo el título de “Cámara de las Regiones” que reemplazarán al Senado. Así, no solo tendrán gobierno propio, sino que se consolidarán en Estados-nación independientes en la medida que no se consagra el monopolio de la coerción en las FFAA y de Orden. El artículo 14 habla de “instituciones competentes”, con lo que abre la posibilidad a cada nación autónoma de crear sus propias policías y ejércitos paralelos.
¡Pobre Chile! Que de aprobarse el proyecto de nueva Constitución caminará a pasos agigantados hacia el totalitarismo a partir de la creación de una Cámara de Diputados al más puro estilo de la Asamblea Nacional venezolana, sin contrapeso. Y es que el sustituto del Senado, la Cámara de las Regiones, no es más que una especie de cabildo regional. En los hechos se termina con su carácter revisor y la exclusividad en iniciativas legislativas de gasto fiscal, hasta ahora en manos del Presidente de la República. Por si fuera poco, se pone fin al principio democrático de una persona un voto, pues, en vistas a consideraciones de supuestas injusticias históricas, se reservan cupos a pueblos indígenas y establecen reglas de paridad.
Quizás, pensará usted, Chile pueda salvarse si la implementación de la nueva institucionalidad se hace bajo criterios racionales que impliquen reformas y cambios a la propuesta aprobada. Pero, como siempre, la izquierda en su infinita capacidad de advertir los baches que puedan surgir en su camino hacia el poder total, ya se ha adelantado. Previendo las resistencias frente a su proyecto totalitario, ha propuesto un quorum de 2/3 para su modificación, además ha dejado expresamente señalado que cualquier cambio que afecte a los pueblos originarios debe contar con su aprobación y, como esta es una Constitución de corte indigenista, puede usted sacar sus conclusiones. Por si fuera poco, ha encontrado apoyo en nuestro Contralor de la República, Jorge Bermúdez, quien propuso que se gobierne por decreto hasta la implementación total y absoluta de la nueva Constitución. En otras palabras, que se suspenda la democracia.
¿Qué mejor prueba de que los chilenos nos olvidamos de “los innegociables”? ¿Será necesaria una alta dosis de dolor para marcar a fuego –como afirma Nietzsche– a las generaciones por venir en torno al respeto irrestricto de los fundamentos de una vida en paz y libertad?
Yo creo que no. El caso de España es ilustrativo; con más de un millón de muertos en la guerra civil, tiene en el poder a los miembros de Podemos, un partido cuyo ideal se hermana con los de la extrema izquierda chilena. De ahí que Nietzsche se equivoque. No es el dolor la fuente de una memoria que se sirva de las experiencias pasadas para no repetirlas en el futuro. Lo único que puede evitar los ríos de sangre es el esfuerzo permanente en torno a una educación cívica que valore la democracia y esté siempre atenta a los avances de movimientos y partidos totalitarios. Vienen tiempos duros si no queremos repetir la triste historia del siglo XX y somos nosotros, cada uno con su fuerza vital y voluntad, quienes tenemos en nuestras manos la posibilidad de hacer los cambios que reconduzcan nuestros destinos hacia la paz y la democracia.
Por último, no podemos dejar que Chile se constituya en el terreno para el nacimiento del mito de la democracia participativa y de la justicia con pueblos y grupos identitarios. Si Netflix (que hará un documental sobre la “maravillosa” experiencia chilena) y sus comparsas de la industria mediática logran construir un mito refundacional, las nuevas generaciones de Occidente tendrán un foco que alumbre sus anhelos y encienda sus esperanzas. Así sucedió con la figura de Allende. Por tanto, si aceptamos que se mienta y engañe sobre la tragedia chilena y sus consecuencias, no solo nos estaremos lamentando por Chile, sino por los destinos de millones de personas que no conocerán la diferencia entre la esclavitud totalitaria y una vida en libertad, solo posible bajo el paraguas de la democracia constitucional.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Blog de Fundación Disenso.