El ser humano, desde su nacimiento, siempre ha construido relatos de seres insondables que gozan de omnisciencia, omnipresencia, omnipotencia o alguna combinación de las anteriores, con el fin de apaciguar esa ansiedad que nos embarga cuando lo inexplicable sucede ante nuestra delicada y muy joven –a escala universal– racionalidad.
Lo anterior, se puede evidenciar con la extensa y rica mitología griega que combinó con total exquisitez las respuestas a fenómenos naturales, las luces y sombras de la naturaleza humana, y las consecuencias de nuestros actos en relatos que, hoy por hoy, a más de dos milenios de distancia, seguimos leyendo y usando en las escuelas, el arte y en nuestras charlas casuales.
El juzgar desde nuestra cómoda modernidad su decisión de construir relatos, como el de Zeus, para rellenar esa ignorancia ante fenómenos naturales, como el trueno, sería pecar gravemente de anacronismo, prepotencia y esa fatal arrogancia de la que tanto habló Hayek; más, si tomamos en cuenta que, de poder ellos juzgarnos en contravía por nuestros “dioses”, seríamos nosotros –la presente civilización occidental– los absolutos perdedores.
Y es que, a la hora de inventariar a las divinidades que en la actualidad Occidente ha erigido para rellenar los vacíos que todavía persisten, encontraríamos las lustrosas pero huecas entelequias como el “pueblo”, la “justicia social”, la “igualdad” y el dios mayor: el Estado. Seres perfectos, indefinidos, todopoderosos, ciegamente perseguidos y adorados como la promesa de la Tierra en donde mana leche y miel.
Imaginando un poco tan interesante encuentro, veo lúcidamente el bochornoso escándalo entre los apóstoles seculares modernos por el real significado de cada uno de esos dioses y las misteriosas formas en las que estos se manifiestan. Sin contar con las inevitables arengas de su feligresía que, extasiada por la verborrea, arrojan el alarido de que ellos –los elegidos del “pueblo”– son los únicos capaces de hacer manifestar a esos “benevolentes seres”, mientras que, del lado de los griegos, se posarían personalidades como Hesíodo a relatar su Teogonía, y después Homero con su Ilíada o La Odisea.
Sé que crear un contrapunteo entre una mitología y lo que, en principio se considera como un objetivo medible y obtenible para la sociedad, es bastante contraintuitivo y sin razón lógica. Pero esa no es la intención. Lo que pretendo equiparar es el endiosamiento que orbita en esos “objetivos” que guían a las personas al absurdo de aplastar sin consideración o compasión cualquier opinión divergente.
Cualquier nueva ley, por más abusiva, destructora o estúpida que sea, queda inmediatamente blanqueada cuando se le apellida con el nombre de alguno de estos nuevos dioses, o se nombra justificación para ella. Solo por colocar un ejemplo reducido al absurdo, jamás será lo mismo discutir la “Ley de expropiación de vasos plásticos”, si se llamase “Ley de expropiación de vasos plásticos para la Justicia Ambiental”.
Ese apellido rimbombante y culebrero, impregna todo debate con un misticismo que extasía a los defensores al punto de auto-percibirse –nunca mejor dicho– como mesías de una nueva era, con suficiente “poder moral” para juzgar, interpelar y anular cualquier opinión contraria, bajo la amenaza de ser escrachado, excluido y renombrado como un “apóstata ambienticida” de insistir en la terquedad de tener criterio propio.
Debo rescatar que otra explicación a esa reacción, agresiva y desproporcionada, reposa en una de las más comunes características de un dios: su presunta perfección. El nivel de convencimiento sobre ello es tal que roza con el conocido y muy peligroso fundamentalismo religioso de Medio Oriente, sin cabida a duda alguna sobre los fines, medios o costos necesarios para lograr la promesa de vivir en una sociedad “bendecida” con la presencia de estas divinidades.
Pero, como bien dicen las abuelas, “El diablo está en los detalles”, y esa excesiva sumisión y laxitud hacia los elegidos del “pueblo”, es la cloaca donde las atrocidades tienen cabida y presencia. A lo largo de la historia, en diferentes regiones del mundo, se han visto los horrores de perseguir sin consideraciones a estos “objetivos” dejando un largo rastro de expropiaciones, masacres, censura, tortura y desapariciones; tan basto como para tener un museo propio con décadas de contenido.
De todos esos dioses, la búsqueda constante de la “igualdad” es la que más horrores podría aportar a ese museo de las atrocidades. Bajo su evangelio, se han creado desde ideologías políticas que siempre concluyen en dictaduras sangrientas –con todo lo que ello significa– hasta excusas para acciones terroristas por parte de movimientos revolucionarios que, aun hoy, siguen segando vidas inocentes en su nombre.
Sin duda, en este punto específico, el Occidente de la actualidad se ganaría a los antiguos griegos en ese ficticio enfrentamiento, ya que las aberraciones realizadas que reposan en nuestros libros de historia a nombre de esos dioses, superan con creces cualquier hórrido relato que Hesíodo u Homero pudieron siquiera imaginar.
NOTA:
SOBRE LA OBRA PRINCIPAL EN EL MONTAJE DE LA IMAGEN DESTACADA: Beksiński, Z. (1973). Obra sin título. Sanok (Polonia): Museo Histórico.