El 30 de junio del año pasado, nos enteramos de la triste muerte de Carlos Alberto Montaner, una de las voces más importantes, serias y honestas de la opinión en Latinoamérica durante las últimas cinco (5) décadas. Si bien era conocido por sus contundentes columnas de opinión, sus libros no eran menos importantes. Basta recordar la trilogía del Idiota latinoamericano que escribió junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa, o su recientemente reeditado Las raíces torcidas de América Latina (2018), para entender que era un agudo observador de la realidad de nuestro continente. En ese orden de ideas, y en un año convulso como lo fue 2016 (año de Trump, del Brexit, del plebiscito de Santos), lanzó El Presidente: Manual para electores y elegidos, un libro corto pero indispensable para entender la construcción de un líder serio en tiempos donde es más valioso parecerse a Eric Cartman que a Winston Churchill si se quiere ganar elecciones.
Montaner, como parte de esa ingeniería que planteó para construir un líder ideal, tomó mano de los autores clásicos (especialmente romanos) para sugerir las trece (13) virtudes que requiere un buen ciudadano y, con mayor razón, aquel que busca liderar a los suyos. Al leerlas, no pude evitar pensar que El Señor Presidente, Gustavo Petro, carece de ellas. La primera virtud, la prudentia, habla del autocontrol y de evitar jugadas audaces que salen mal. Basta leer la compulsión de Petro en Twitter (ahora X), que ni siquiera la todopoderosa Laura Sarabia ha podido contener, para ver su opuesto exacto. O las “jugadas audaces” que terminan siendo suicidas, como la obstinación en una reforma a la salud que lo llevó a perder el favor de buena parte de la intelligentsia criolla y del pueblo que dice representar.
La auctoritas podría esgrimirse por parte de un exalcalde de Bogotá como El Señor Presidente. Sin embargo, quienes recordamos un pésimo mandato salvado –¡vaya paradoja!– por el nacional-populista Alejandro Ordóñez (a quien Petro puso en el cargo) y su inoportuna destitución, sabemos que carece de esa autoridad. También falla en la seriedad y la determinación, la gravitas, tal y como lo vimos en el sainete continental que fue la triste y merecida destitución de Barranquilla como sede de los Juegos Panamericanos de 2027.
Otra virtud que El Señor Presidente desconoce es la concordia: la búsqueda de negociación y consensos. Aprovechó los nombres de personas que lo respaldaron por miedo al populista (y más tarde aliado de Petro) Rodolfo Hernández para fingir ese consenso, el cual acabó muy pronto. Funcionarios como José Antonio Ocampo, Cecilia López, Jorge Iván González y –especialmente– Alejandro Gaviria expresaron sus reparos al manejo fanático y cerril que Carolina Corcho, conocida como “La Doctora Muerte”, daba a la reforma.
Se aduce por parte de los fanáticos de El Señor Presidente su humanitas: su cultura, su preparación y su formación. No obstante, buena parte de esa formación, como lo demostró Melquisedec Torres en 2016, está inflada cuando no es abiertamente ficticia. Al carecer de esa formación, la clementia, entendida como el pensar en las consecuencias de sus actos, resulta inútil e inexistente. Basta ver su actitud caprichosa frente a proyectos como el Metro de Bogotá, las reformas laboral, pensional y a la salud, o sugerir elefantes blancos faraónicos, inanes e irrealizables: desde el Aeropuerto de Tolú (a media hora del ya existente en Corozal) y el Tren Interoceánico en medio del tapón del Darién, hasta la reconstrucción de un inmueble inútil para el servicio hospitalario como La Torre del Hospital San Juan de Dios.
Ni la industria ni la patientia son propias de El Señor Presidente: el trabajo duro y honrado no es su fuerte (basta pensar en Nicolás Petro y en las largas agendas privadas) mientras que él, fiel al sedicioso credo que tanto daño ha hecho a América Latina desde los dictadores decimonónicos, es incapaz de esperar y desea hacer todo de inmediato. Sanitas, Compensar y la Nueva EPS son ejemplos de ello. Se diría que la firmitas, esa capacidad de mantener las posturas, sería característica de un hombre que ha hecho su vida a partir de las banderas del cambio y la revolución. Pero ver cómo alguien que clama la lucha contra la corrupción se alía con politiqueros y corruptos como Roy Barreras, Armando Benedetti, Carlos Caicedo, Piedad Córdoba, Bernardo Hoyos, Clara López, Emilio Martínez, Jorge Iván Ospina, Luis Pérez, Alfonso Prada, Daniel Quintero, Alfredo Saade, Ernesto Samper o Luis Fernando Velasco es tener la coherencia bien baja.
Algunos comparan a El Señor Presidente con Hugo Chávez, pero el déspota venezolano tenía algo que Petro jamás tendrá: comitas, sentido del humor. Ver a Petro reírse de un chiste o, peor todavía, burlarse de sí mismo, es un imposible. Su seriedad, que ni siquiera es solemne, sino una muestra de su incapacidad de transmitir empatía, aleja a ese público que lo aclama como el líder de secta que es. Más aún, revela su peligro como un líder que desconoce la importancia del humor como un termómetro de la realidad y como crítica, convirtiendo a los comediantes (que lo han vuelto un objetivo –obvio– de sus comentarios) en “bufones” servidores de “opresores y narcos”. Al final, solamente puedo pensar en las palabras de San Isidoro de Sevilla: “el hombre que no ríe es capaz de matar a la mamá”.
La presencia de Verónica Alcocer, la Primera Dama más notoria de las últimas cuatro (4) décadas, demuestra la inexistencia de la dignitas, entendida como la consciencia de la investidura que carga el mandatario, y de la frugalitas, que exige el uso del poder sin ostentación. ¿Cómo hablar de ello con una Claire Underwood de opereta que combina las consejas para mover a sus fichas en el Gobierno (embajadores, ministros, directores de institutos descentralizados, amén de su séquito personal) con viajes que superan en dos años lo que hicieron sus antecesoras en cuatro u ocho y con el ocasional abucheo en carnavales?
La última virtus es el coraje: el dar la cara en momentos de peligro y marchar en tiempos de batalla. Basta pensar en cómo El Señor Presidente prefirió atrincherarse en Guatemala para acompañar a su amigo posesionado cuando hubo un derrumbe en la carretera a Quibdó, o cómo prefiere defender a los delincuentes frente a quienes los combaten (la “paz total”), o su doble moral en los conflictos que ocurren en el mundo.
Gustavo Petro carece de virtudes. Y elegirlo en 2022 fue, quizás, el peor error que Colombia haya cometido.