“Para conocer realmente la esencia de la nacionalidad, no podemos partir de la nación misma, sino del individuo. Es decir, debemos preguntarnos qué es lo que el individuo constituye el elemento nacional y qué es lo que decide su pertenencia a una determinada nación. Y entonces reconocemos inmediatamente que este elemento no puede ser ni el lugar en que el individuo habita ni el Estado a que pertenece”.
Ludwing von Mises–.
A modo de antecedente
Durante toda mi niñez y juventud se me ha inculcado un amor desenfrenado por Bolivia; se me ha asegurado que no existe honor más grande que el de dar la vida por el país. Al mismo tiempo, de forma anecdóticamente contradictoria, se evidencia en el colectivo boliviano un desesperado intento de desconectarse de la realidad; un intento casi agónico de escapar a la vida real, donde, entre fiestas nacionales y locales, entre ilusiones deportivas, carnavalescas y religiosas, el boliviano promedio se pierde en la esperanza de la vida que sueña versus la realidad que vive, donde prima el grito de pretensión de inocencia ante dichas penurias y la feroz acusación a otros enemigos por los males de la patria -claro, ellos nunca son culpables-. Si el amor por la patria es el valor moral máximo, ¿no debería este ser un catalizador de paz personal frente a los problemas cotidianos de la vida?
La cuestión toma más sustancia cuando en mi búsqueda de explicación -y/o justificación del amor a la patria -ese amor celestial y magnánimo, casi divino-, se me critica severamente -por amigos, conocidos y familiares-, donde, sin darme respuesta a la pregunta ¿Por qué debo yo amar a Bolivia?, se me acusa, con vehemencia, de que mi actitud es inmoral y, además, que ese sería el origen de nuestros males; que el cuestionar la grandeza de la cultura y/o el país -o región- ocasiona ese bajo autoestima nacional, provocando así nuestras penurias, siendo Bolivia un país rico en oro, plata, gas, litio y tierras impresionantemente fértiles, pero terriblemente pobre e ignorante por culpa.. ¿mía? Absurdo.
Nótese que mi pregunta no trae implícita la mala fe de alegar alguna carga negativa en ella, es una pregunta sincera que pretende la respuesta justificada, racional y coherente de quien dice amar Bolivia y de quien enseña ese amor como un valor ético y moral supremo. Es por ello, que las acusaciones descritas arriba llaman aún más mi atención. ¿Por qué, quién dice amar Bolivia, reacciona a la defensiva cuando se le pregunta la razón de ese amor? Más aun, ¿por qué, hasta el día de hoy, nadie puede darme una respuesta justificada, coherente, racional y no contradictoria con la libertad del porque el amor a la patria es un deber moral?
En el presente texto, que es más escrito a modo de diario filosófico, pretenderé encontrar las respuestas a tan variadas e importantes preguntas y dejar en evidencia lo pernicioso de una cultura degradante y viciosa.
Cuestiones Fundamentales
Cabe la necesidad de que podamos analizar por separado los aspectos que construyen, argumentan y consolidan el “amor a la patria”. Para ello debemos comenzar con una pregunta clave, que se la pasa desapercibida y es de fundamental valor: ¿qué es amor? Y ¿cómo puede este aplicarse a la patria?
Para ello, debemos entender lo siguiente: a diferencia de los animales, que solo pueden reconocer la existencia de las cosas y ciertas diferencias entre ellas, nosotros podemos conceptualizarlas. Es decir, podemos agregar un significado a algo que existe, significado que lo diferencia del resto y nos permite, no solo identificarlo cognitivamente, sino también estudiarlo y aprenderlo (es así que cuando usted habla de un bosque, en su mente aparece la imagen de muchos árboles juntos). Aclaremos, al respecto, que no me refiero a una simple definición etimológica (que ya es un gran logro), sino a una conceptualización que mantenga coherencia entre su significado, su estudio y la realidad. Es decir, identificar la sustancia y el accidente de un elemento forma correcta y contrastarlo con la realidad, para determinar la verdad de este en Aristóteles.
Bien lo ejemplifica Giovanni Sartori cuando define el concepto “Democracia”[1], donde alega que no es suficiente la definición etimológica de “poder del pueblo”, sino, que debe considerarse su correlación y coherencia con la realidad democrática -teoría y práctica de la democracia-. Es decir, que con “poder del pueblo” no nos basta para entender lo que realmente es la democracia, sino que debemos profundizar en la teoría al respecto e identificar los aspectos de esta que se materializan en la realidad y los conceptos que componen y hacen posible su fin último, sin los cuales la democracia deja ser tal.
Es de ese modo, que no podemos hablar de “democracia” si no hablamos al mismo tiempo y, entendemos en su concepto, lo que verdaderamente es la democracia: “elecciones libres y justas”; “libertad de pensamiento y expresión”; “separación e independencia de poderes”; “propiedad privada”; “defensa de los derechos individuales de las minorías»; entre otros conceptos que forman y estructuran la teoría y realidad democrática. Haciendo ello que, frente al discurso del socialismo de democracia, podamos evidenciar que no se refieren realmente a democracia, sino a otro sistema de gobierno al cual le ponen el nombre de democracia, para así, aprovecharse de la carga positiva que dicho término trae en el imaginario colectivo.
Un simple y sencillo análisis de correlación con la realidad de Venezuela, por ejemplo, nos ayuda a evidencia que no existe allí libertad de pensamiento, peor aun de expresión; la separación de poderes es nula, pues todos los poderes son empleados de la voluntad del dictador de turno; la propiedad privada se encuentra vulnerada a voluntad del dictador y las minorías no cuentan con resguardo alguno en sus derechos fundamentales; la vida no tiene valor alguno. Si estos conceptos hacen a la democracia, es evidente que democracia en Venezuela es inexistente. No es necesario ser un genio, ni realizar un profundo análisis de campo para evidenciar que ello no es democracia, por mucho que se alegue el “poder del pueblo” para justificarlo.
El tema epistemológico que tocamos no deja de ser complejo en algunos casos y requiere de análisis profundo y, sobre todo, de honestidad intelectual, pues tocamos temas que pueden modificar ciertas creencias arraigadas en el ser humano sin mayor razón que la tradición, las cuales fundamentan seguridades sicológicas complejas de tratar.
Allí la intención de poner de ejemplo la definición de “democracia” de Sartori. Pues, al igual que el concepto “amor” que nos ocupa, al ser estos ideas/conceptos creados por un proceso cognitivo y abstracto por el ser humano, no encuentra evidencia física irrefutable en la realidad en objetos precisos, como si de un vaso o un bosque se tratara. Sino que se evidencia en los elementos, ideas y conceptos (que también son abstractos), que conforman esa idea/concepto en cuestión.
Es así que, cuando hablamos de amor, no solamente saltan las distintas clases de amor que pueden existir, sino, especialmente, su esencia sensible que puede complejizar aun más el correcto entendimiento del concepto. Amor es un sentimiento; es lo que siento, esto una verdad parcial y, sin embargo, no solo es un sentimiento, sino también, una respuesta a una valoración consciente o subconsciente que se realiza respecto de algo en específico. En esencia, amar es valorar.
Yo amo algo cuando valoro ese algo, ¿Cómo puedo valorar algo? Sencillo, necesito una base causal de valoración. Es decir, un punto inicial, un valor esencial y metafísico con el cual puedo realizar la valoración de objetos y conceptos posteriores. En el caso de un ser vivo y racional como el ser humano, el valor máximo es la vida, pues, sin vida no existe nada, ni la conciencia de ella. Es partir de la vida que el ser humano puede valorar objetivamente lo que es bueno o malo para, justamente, su vida. De lo contrario, caemos en un oscuro subjetivismo donde la relatividad del valor se hace tan confusa y contraria a la realidad, que terminamos valorando como “bueno» el exterminio de un grupo de personas, por el simple hecho de pensar diferente, tener un dios diferente o un equipo de fútbol diferente.
Si la vida es el valor fundamental, la valoración que hagamos de algo tendrá que ver, esencialmente, con su relación, en sus efectos, con ella. Es decir, en analizar que consecuencias buenas trae consigo ese objeto “bueno” para nuestra vida y hago énfasis en nuestra vida, de forma individual, porque no se puede afirmar que exista algo como la vida del colectivo. La irrefutabilidad del correcto individualismo recae, esencialmente, en la realidad de que la conciencia de la vida es individual, no colectiva; de que la vida, en consecuencia nuestro cuerpo y nuestras acciones, corresponden a una sola persona, una sola mente, una vida, única e irrepetible. Esa misma realidad metafísica nos ayuda a comprender donde nacen los derechos individuales que defendemos los liberales, derechos que demandan el respeto de todos -incluido y especialmente a ese Dios llamado Patria- por la soberanía de conciencia y de la vida que debemos tener por cada ser humano. Algo que la izquierda y la derecha se cansan de pelear en su discurso populista, pero que, en realidad, no lo comparten. Para ellos el individuo es instrumental, un instrumento para sus fines de poder. Esta es la esencial y profunda diferencia entre colectivismo (izquierda y derecha) y el individualismo (liberalismo).
Teniendo ello en consideración, debemos analizar el amor a la patria de forma objetiva y racional. La de idea es, justamente, no caer en fanatismos que sesgan lo único que nos diferencia de los animales, nuestra capacidad de pensar.
[1] ver SARTORI, Giovanni. ¿Qué es la democracia? Editorial Taurus. Segunda Edición, México, 2017.