El reciente atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay conmocionó a Colombia, no solo por su gravedad, sino porque nos obliga a mirar con atención el clima político que estamos construyendo –o tolerando– en el país. No basta con rechazar la violencia. No. Hay que cuestionar también las condiciones que la alimentan.
Una de ellas es la creciente tendencia a usar la polarización como herramienta electoral. La simplificación de la política en bloques antagónicos –los buenos contra los malos, los patriotas contra los traidores– puede ser efectiva para movilizar emociones, pero es profundamente nociva para la democracia. Deshumaniza al adversario, desvirtúa el debate público y empobrece el pensamiento político. Lo más grave: abre espacios para que el radicalismo encuentre justificaciones donde no debería haberlas.
Todo aquel que apuesta por la polarización como estrategia, rara vez lo hace desde la ignorancia. Lo hace porque entiende que dividir es más fácil que construir, y que movilizar desde el miedo es más rentable que convencer desde las ideas. Pero lo inmediato tiene un precio. Y ese precio puede ser la legitimidad de las instituciones, la tranquilidad ciudadana o –como tristemente vimos– la seguridad de quienes participan en la vida política.
No se trata de ignorar las diferencias ideológicas. El pluralismo es necesario y sano. Tampoco se trata de pedir unidad artificial. Se trata, más bien, de asumir que la política no puede girar eternamente en torno al antagonismo. Una sociedad no se edifica sobre trincheras: se edifica sobre puentes, incluso cuando son difíciles de tender.
En ese sentido, los líderes políticos –todos, sin excepción– tienen una responsabilidad fundamental: el tono que usan. La manera en que nombran a sus contrarios, cómo enmarcan el debate, cómo responden a la crítica. Porque las palabras importan. Y en tiempos de alta tensión, importan aún más.
Hoy Colombia necesita contención. Necesita más argumentos que consignas, más razones que etiquetas. Necesita menos discursos que polarizan y más ideas que construyan. La violencia nunca aparece de la nada; se gesta en la cultura política, en los lenguajes que normalizamos, en los gestos que aplaudimos sin cuestionar.
Y eso nos involucra a todos. A los ciudadanos, que consumimos contenido político sin filtrar. A los medios, que amplifican voces sin medir sus efectos. A las redes sociales, que convierten cada desacuerdo en una batalla. Y, por supuesto, a quienes aspiran a dirigir el país, que deben entender que su ejemplo tiene consecuencias más allá de sus votos.
El atentado contra Miguel Uribe Turbay no debe ser reducido a un episodio aislado ni absorbido por la rutina del escándalo. Debe ser una alerta clara sobre el rumbo que estamos tomando. Colombia ya ha vivido épocas oscuras donde la diferencia política se convirtió en justificación para la violencia. No podemos repetir esa historia. No por falta de memoria, sino por exceso de indiferencia.
Aún estamos a tiempo de reconstruir una cultura política que permita el disenso sin odio. Que respete la competencia sin convertirla en guerra. Que entienda que no hay democracia sin adversarios, pero que esos adversarios no deben convertirse en enemigos.
Porque cuando la política pierde su sentido de responsabilidad, la violencia encuentra un campo fértil. Y en ese terreno, todos –sin excepción– perdemos.
SOBRE LA OBRA PRINCIPAL EN LA IMAGEN DESTACADA:
Siemiradzki, H. (1897). La Dirce cristiana (The Christian dirce) [Óleo sobre lienzo]. Museo Nacional de Varsovia (Muzeum Narodowe w Warszawie, MNW), Varsovia Polonia. https://cyfrowe.mnw.art.pl/pl/zbiory/445633.