Hablar con un izquierdista sobre legislación laboral suele ser un ejercicio estéril. La visión que predomina es sencilla hasta la ingenuidad: toda la riqueza la produce el trabajador; el empresario solo existe para robarla.
Desde esa lógica, la solución parece obvia: basta con que el Estado decrete salarios más altos, más vacaciones y menos horas de trabajo. “Si al empresario no le alcanza, que no contrate”, dirán por ahí. Listo: ¡Con un par de ceros más en el salario mínimo nos convertimos en Suiza! La pobreza se elimina por decreto, y si no pasa, es porque los malvados neoliberales protegen a los ricos.
Cuando intentas explicar que el mundo real no funciona así, la respuesta es siempre infantil: matar al mensajero acusándolo de estar a favor de “los ricos” –si el interlocutor se llama Pepe Migala, será un “lame la bota en silencio”– y se acabó la discusión.
EL ROL DEL EMPRESARIO
El problema es que, aunque se repita hasta el cansancio, el trabajador no produce solo.
Antes de que exista un empleo, el empresario tiene que identificar una necesidad, diseñar un producto o servicio que la cubra y, sobre todo, coordinar un proceso complejo:
- Organizar trabajadores, proveedores y distribuidores.
- Negociar contratos y precios.
- Asumir riesgos de inversión.
- Decidir qué producir, en qué cantidad, en qué momento y a qué costo.
El empresario es, en la visión del Premio Nobel Ronald Coase, un reductor de costos de información y de transacción.
La metáfora más simple es la del WEDDING PLANNER: podrías contratar uno a uno al pastelero, florista, fotógrafo y meseros para tu boda, o bien pagarle a alguien que lo coordine todo. El segundo caso te ahorra tiempo, incertidumbre y dinero. Ese es el empresario.
VOLVÁMONOS SUIZA POR DECRETO
Ahora bien, imaginemos que a un Pepe Migala cualquiera le dieran poder legislativo. Presenta una iniciativa: triplicar el salario mínimo, duplicar las vacaciones y reducir la jornada laboral a 30 horas. Los aplausos no se hacen esperar.
El resultado al día siguiente: la mayoría de las empresas cierran, el patrimonio de los Carlos Slim se concentra aún más, los salarios reales caen, la informalidad explota y los mercados negros se disparan. La recaudación fiscal se desploma y, cuando la realidad golpea, al legislador de buenas intenciones no le queda más que repetir su muletilla: “lame la bota en silencio”.
El problema no es la aspiración –mejores salarios y condiciones laborales son deseables–, sino la ausencia de condiciones para que esas medidas sean sostenibles.
MÉXICO NO ES SUIZA
Suiza puede pagar sueldos altos porque tiene instituciones sólidas, Estado de derecho, baja corrupción y empresarios que prosperan sin depender de favores políticos.
México, en cambio, ofrece un panorama muy distinto:
- Un sistema donde las utilidades caen y los “nuevos ricos” son los amigos del poder.
- Un empresario que no solo paga impuestos, sino también sobornos y extorsiones de autoridades como el SAT (Servicio de Administración Tributaria), el IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social), la COFEPRIS (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) o la ANAM (Agencia Nacional de Aduanas de México).
- Un entorno donde el crimen organizado cobra su propia “cuota fiscal”.
Ante costos tan altos, la mayoría de los negocios optan por la informalidad, lo que limita su crecimiento, los hace más vulnerables ante el crimen organizado y reduce la productividad general.
LA PARADOJA MEXICANA
Mientras la riqueza legítima se estrangula y el único empresario exitoso es el que tiene línea directa con Andy López Beltrán, cualquier intento de mejorar las condiciones laborales por decreto conducirá a la miseria.
El problema no está en la “tacañería” de los empresarios, sino en un Estado que no brinda las condiciones mínimas para que los negocios prosperen y generen riqueza sostenible. Sin resolver eso, cualquier sueño de convertir a México en Suiza terminará en lo de siempre: más pobreza, más informalidad y más concentración del poder.