Me parece increíble cómo, en son de un mes, me he visto obligada a despedirme de tanto: un hermano, un papá, amores de los cuales nunca me desprendí, intrusos disfrazados de amistades, aliados del alma y sueños que han de quedarse albergados entre la infinidad de las estrellas.
De tanto despedirme, he comprendido el significado de decir “adiós”; etimológicamente se traduce como “a Dios”: como quien dice, “te envío a la luz”, ya sea para encomendarles a encontrar luz en su camino o mandarlos a morir –y a veces, serán ambas–. Aprendí a nunca pronunciar aquel mantra en vano, porque trae consigo una permanencia e implica cierto compromiso irreversible: dejarlos a merced de la vida, o de una fuerza superior, si hemos de volvernos a encontrar.
A mi hermano, aliados del alma, y todos aquellos que han partido en amor, les diré “a-Dios,” y les desearé amorosamente que hallen siempre luz en su camino: que entre su caminar en la jornada de esta vida se encuentren consigo mismos. Les deseo que, en cada paso que den, estén amparados por la magia y acompañados de la confianza. Al despedirme, he de entregar humildemente mi potestad a un ser ajeno, y rezo que pronto nuestros caminos se vuelvan a entrelazar; que, pese a la oscuridad, sean guiados por la luz de la luna, y me vean entre sus estrellas que no conocen de distancias, mas siempre iluminan y acompañan desde la lontananza. Suplicaré, que mientras navegan en las reminiscencias de quienes han sido, recuerden que nunca han estado solos y constantemente han actuado con amor. Humildemente, me despido esperando solo paz, y al despedirme, mejor les diré “hasta pronto”, porque quizá un “adiós” resonará eternamente.
También me he despedido de amores que luego se convirtieron en dolores, de familia con la que a duras penas he compartido la sangre, y personas que a ciegas tuve la arrogancia de llamar amigos; y a todos los he despedido con dolor, con amor y con rabia. Aprendí que la contraparte del amor es la ira, porque nos sacuden igual de intensa y descontroladamente. A ellos los he despedido con un fuerte “adiós” que, aunque los envío a la luz, los envió lejos de mí: como si estuviesen muertos. Les escribiré elogios en forma de cartas que nunca enviaré para menguar el dolor en mi alma, y así tener aquellos cierres y aquellas claridades que fueron demasiado cobardes para otorgarme.
Les digo “adiós” porque es para siempre, y nunca he de encontrarlos nuevamente bajo el rostro o el nombre de alguien más.
Les digo “adiós”, y mientras los envío a la luz, les regreso su propia luz y me llevo la que es de mi propiedad; me llevaré los lindos recuerdos y los aprendizajes que serán únicamente míos. Y si han de volverme a encontrar, para entonces he de ser una mujer diferente a la que conocieron alguna vez: menos frágil y más valiente. Y quizás verán en mí lo que aprendí de ustedes, ya fuese por imitación o por rechazo; quizás les recuerde a quienes fueron conmigo.
Asimismo, ante la permanencia del “adiós”, me despido en gratitud, por lo que fue, por quienes fuimos, por lo que aprendimos. Ojalá encuentren luz, amor y paz; pero muy alejados de mí, para que ni por error nuestros caminos se vuelvan a cruzar.
Aprendí que despedirse, también es un acto de amor con el otro y contigo mismo. Uno solo se toma la molestia de despedir a quien alguna vez le importó, y a los demás solo los dejamos ir. Al decir “adiós”, deseamos luz, aunque implique una ausencia y el altísimo precio de aprender a vivir con nosotros mismos; y para aquel que es cobarde, vivir consigo mismo lo conduce hacia la oscuridad y por eso les cuesta tanto.
Aprendí que despedirme es más fácil cuando no permito que la luz ajena sea más brillante que la mía en mi camino; en luz, brillaremos igual para no convertirnos nunca en la sombra ni en la oscuridad del otro, y así acompañarnos mutuamente hasta el final, sin importar cuán oscuro sea el camino.
Al decir “adiós”, honramos la presencia del otro; y digo “adiós” a quienes tengo el privilegio de decir que alguna vez fueron parte de mí, pero también he de tener la valentía de reconocer que no hacen parte de quien soy hoy o quien seré mañana. Es un acto de amor con nosotros mismos porque nos obliga a movernos en todos los sentidos; a evaluar por qué debemos despedir a alguien, a reflexionar ante qué clase de vida vivimos en su ausencia; y también, desde la puerta, pensar si igualmente somos nosotros los que debemos partir.
Porque irse no tiene por qué ser un acto egoísta; no es pecado dejar atrás aquello que nos asedia. Y muchas veces, es tan solo cuestión de tener el coraje de abrir los ojos, para que luego se abran nuestras alas y podamos volar.
También, me he despedido de muchas ensoñaciones al amanecer, porque son solo aquellas que existen netamente en la oscuridad, o son tan inalcanzables como las estrellas. Porque no son fiel a mi esencia y pretenden enceguecerme entre las tinieblas en ser alguien que no soy. He querido ser bailarina, cantante, gimnasta, patinadora, voleibolista, modista, guitarrista, pianista, actriz, pintora, abogada, y hasta porrista; pero solo me he encontrado entre las letras porque me permite ser lo que yo quiera y más, siempre y cuando pueda traerlo al papel, donde el único límite será la tinta o mi voluntad para plasmar mi propia historia.
Entre todo, también he sido cobarde, y también me ha dado miedo decir “adiós”, porque me ha costado el precio de quedar conmigo misma, y es inevitable que se asome la inquietud de que quizás no me guste lo que me queda, y ahí me quedaré sin nada. Me ha dado miedo despedirme para siempre de aquello que alguna vez ha sido parte de mí; de aquello que alguna vez hice mi luz y me opaqué para que fuesen ellos quienes iluminaban mi camino. De ahí, he de quedarme netamente con el recuerdo que, aunque ha de ser solo mío, en mis manos, cae en riesgo de ser manipulado por el “hubiera”, el arrepentimiento, las culpas, la alegría, el autoengaño o el olvido.
Sin embargo, ante todo he de darme el mérito en decir que asimismo he sido valiente, porque cuando por fin he logrado decir “adiós” me lanzo a ciegas a aquel “para siempre” que ello implica. Me voy lejos y me llevaré conmigo todo lo que me corresponde: los aprendizajes, la gratitud, los recuerdos, y el amor que alguna vez entregué. Yo también partiré por siempre, y permitiré que mi ausencia susurre todo lo que les daba tanto miedo decir. Y si me voy, despídanme, para poder devolverles todo lo que es suyo, y honraré lo vivido; porque me iré por ti y por mí, para que no nos hagamos más daño y no frenemos más nuestros sueños y deseos.
Quizás luego, después de que hayamos sido sometidos a las condenas del tiempo y la distancia, me encuentren en el mar, y estaré entre las olas que me saludan y me sacuden con tanto amor. Las olas dicen “hola”, y por eso se llaman así, porque barren con su fuerza aquello que es débil, desprendiéndonos de nuestra fragilidad. Son saladas como las lágrimas, porque quizás sea necesario derramar lágrimas al despedirnos para poder saludar en amor aquello que nos espera. Solo hay que ser fuertes para aguantar los azotes del mar, para que se lleven las lágrimas tristes y así poder saludar las “holas” que nos regala la vida.
NOTA:
SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Van Gogh, V. (1888). Noche estrellada sobre el Ródano (La Nuit étoilée) [Óleo sobre lienzo]. Museo de Orsay (Musée d’Orsay). https://www.musee-orsay.fr/en/artworks/la-nuit-etoilee-78696.