UNA JAULA DE ORO LLAMADA “JUSTICIA SOCIAL”

Hay un término que domina el debate político de nuestro tiempo, tan seductor que parece ser inmune a toda crítica: “justicia social”. Se invoca para justificarlo todo: desde impuestos confiscatorios hasta el desmantelamiento de las instituciones que protegen nuestra libertad. Se presenta como el estandarte de la compasión y como el único camino para ayudar a los más vulnerables.

Yo, como liberal, pero principalmente como mujer, he aprendido a desconfiar de todas esas promesas que suenan especialmente bien. He aprendido que detrás de las palabras más nobles a menudo se esconden las intenciones más peligrosas. Y he llegado a la dolorosa, aunque lúcida conclusión de que el modelo de “justicia social” que nos vende el populismo colectivista de América Latina y la Península Ibérica no es un camino hacia la emancipación, sino una jaula. Una jaula de oro, quizás, pero una jaula, al fin y al cabo.

Para mí, mi libertad no es una abstracción. Es la conquista histórica de mujeres que se negaron a ser definidas por su utilidad para el colectivo, bien fuera la familia, la nación o las mujeres mismas. Es el derecho a ser la única dueña de mi vida, mi cuerpo y mis decisiones. Por eso, cuando un líder político se erige como “el Padre” o “la Madre” del pueblo y me ofrece seguridad a cambio de mi autonomía, no siento gratitud. Siento, por el contrario, el frío eco de una vieja opresión.

El mecanismo de esta falsa “justicia social” es siempre el mismo. Primero, se divide a la sociedad. Se crea una narrativa de los buenos contra los malos, de un “pueblo oprimido” contra una “élite explotadora”. El líder se unge a sí mismo como la única voz de ese pueblo virtuoso. La unidad no nace del respeto mutuo, sino del resentimiento compartido.

Luego, se ataca el fundamento de la libertad individual: la propiedad privada. Se la presenta no como el fruto legítimo del trabajo y el ahorro, sino como un robo. Se justifica su expropiación, su regulación asfixiante o su licuación a través de la inflación galopante. ¿La excusa? Redistribuir la riqueza.

Pero ¿qué significa realmente “redistribuir”? Significa que el poder político decide quién merece quedarse con el fruto de su esfuerzo y quién no. Significa que tu futuro deja de depender de tu talento, tu trabajo o tus ideas, y pasa a depender de tu lealtad al poder de turno.

Dicho modelo no crea riqueza: la destruye. Al castigar el éxito y premiar la dependencia, se apaga el motor de la prosperidad. Como demostró el brillante Adam Smith, una sociedad próspera es el resultado imprevisto de millones de individuos buscando su propio bienestar en un marco de libertad. Por poner un ejemplo: el panadero no hornea su pan por benevolencia, sino para ganarse la vida, y al hacerlo, nos alimenta a todos; posteriormente, el colectivismo populista insulta al panadero, le confisca el horno y luego se sorprende cuando empieza a faltar el pan.

Es aquí donde el engaño toca mis fibras más sensibles. ¿Qué le ofrece este modelo a una mujer que anhela independencia? Le ofrece una TRAMPA.

¿Qué empodera más a una mujer?, ¿un plan social que la ata al ciclo de la política y la convierte en cliente de un gobierno, o un entorno de libertad económica donde pueda abrir su propio negocio, conseguir un empleo por mérito y ser la arquitecta de su propio patrimonio? La dádiva del Estado te hace dependiente, mas la libertad económica te hace soberana.

El populismo dice proteger a las mujeres, pero nos trata como a menores de edad. Asume que no podemos valernos por nosotras mismas y que necesitamos la tutela perpetua del Estado. Al final, resulta siendo el mismo paternalismo de siempre, aunque con una retórica progresista. Yo, particularmente, rechazo esa visión. Creo firmemente en las habilidades, la fuerza y la resiliencia de las mujeres para forjar su propio destino si se nos proporciona la herramienta más poderosa de todas: libertad.

La verdadera justicia para una mujer no es un cheque mensual del gobierno. No. Es la seguridad de que su propiedad será respetada, que sus contratos serán honrados, que la inflación no devorará sus ahorros y que su éxito será celebrado, no castigado. Es comprender que vive en una sociedad donde es valorada por lo que es y lo que crea, no por su capacidad de ser funcional a un proyecto político.

No me opongo a la justicia. En lo absoluto. Me opongo a que secuestren su nombre para vender servidumbre. La verdadera justicia social no se construye con resentimiento y redistribución forzosa, sino sobre el pilar inquebrantable de los derechos individuales.

Una sociedad verdaderamente justa es aquella que protege la vida, la libertad y la propiedad de cada persona por igual, sin importar su origen, su género o su condición. Es una sociedad que desata el potencial humano en lugar de aplastarlo bajo el peso de la burocracia y la envidia. Es una sociedad de ciudadanos, no de clientes, mucho menos de individuos con mentalidad de niño pequeño y caprichoso que sean mayoría.

Yo no quiero vivir en una jaula de oro, por muy cómodos que parezcan sus barrotes. Quiero el riesgo y la gloria de la libertad. Quiero la dignidad de ser responsable de mis propios éxitos y fracasos. Elijo la incertidumbre del ciudadano libre sobre la falsa seguridad del rebaño.

Porque la gran lección de la historia es clara: el progreso, la prosperidad y la dignidad humana nunca han venido de un plan central. Siempre han sido el resultado de individuos libres que se atrevieron a soñar, a crear y a construir. Y esa, y no otra, es la única justicia por la que vale la pena luchar.

Adriana Rodríguez
Adriana Rodríguez

Activista y analista política. Miembro de Vente Venezuela y de la red de mujeres Ladies of Liberty Alliance (LOLA).

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