La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece.
– Artículo 3. ° | Constitución Política de la República de Colombia.
Ocurrió. El gobierno de Gustavo Petro convocó a una consulta popular mediante decreto presidencial, evitando el proceso legislativo establecido constitucionalmente. La justificación oficial es que el Senado habría cometido “fraude” durante la votación que rechazó la iniciativa, por lo que el Ejecutivo se otorga el derecho de proceder directamente.
Este “decretazo”, representa más que una simple extralimitación: es un síntoma de cómo las democracias pueden morir gradualmente.
Toda institución está propensa a pervertirse porque está compuesta por personas, y las personas somos naturalmente pecaminosas. Si esto llega a rayar con algunas posturas morales, entiéndase como corruptas, algo que no es una afirmación dogmática, sino una realidad empírica que ha moldeado la teoría política occidental desde los federalistas estadounidenses hasta los constitucionalistas modernos.
Por eso, en una sociedad libre, la vida, la libertad y la propiedad deben ser pilares innegociables: las únicas barreras institucionales que nos separan del autoritarismo.
El anuncio presidencial ilustra magistralmente este dilema. Reitero, la narrativa oficial es que el Senado cometió “fraude” durante la votación, por lo que el Gobierno puede proceder directamente. Esta interpretación, que el propio Petro admite está “abierta a críticas”, ignora deliberadamente que según el Artículo N.º 155 de la Constitución de 1991, las consultas populares deben tramitarse a través del Congreso, nunca por decreto presidencial. Al justificar este atajo con acusaciones de fraude sin pruebas, el Ejecutivo viola el Artículo N.º 113 sobre la separación de poderes de la ya mencionada Carta Magna.
La gravedad de esta situación se evidencia cuando, incluso voces no opositoras como la del exministro Humberto de la Calle y el Consejo Gremial Nacional, califican la decisión como un golpe de Estado. Su argumento es sólido: el Gobierno se ha atribuido funciones propias del Legislativo, rompiendo la separación de poderes al dar por “espuria” una votación legítima del Senado.
No perdamos de vista que, cuando un gobierno decide que sus propuestas están por encima del debate institucional, se amenaza el rule of law. Las instituciones y las leyes constituyen nuestras reglas de juego. No son sugerencias flexibles: son límites diseñados para proteger la libertad. La separación de poderes existe precisamente para que este tipo de anuncios no se materialicen, pero cuando ocurren, deben alarmarnos.
Este caso no es aislado. Los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, y Daniel Ortega en Nicaragua comenzaron sus derivas autoritarias con estrategias similares: apelar al pueblo por encima de las instituciones, presentándose como la única voz legítima de la voluntad popular.
El modus operandi es predecible: primero se deslegitiman las instituciones existentes. Luego se justifica su violación “por el bien del pueblo”. Finalmente, se normaliza la excepción hasta convertirla en regla. Por lo que, ignorar los procesos institucionales, aun con supuesta buena intención, es peligroso. Es una estrategia que apela al sentimentalismo y resentimiento social para obtener legitimidad mediática, evitando el debate técnico que revelaría las debilidades de las propuestas.
No creamos que el fin justifica los medios, por más discursos adornados con palabras conmovedoras que escuchemos. La historia política latinoamericana está llena de líderes que prometieron transformaciones radicales y terminaron destruyendo las instituciones que juraron proteger.
La pregunta que enfrentamos no es técnica, sino política: ¿Está Colombia dispuesta a permitir que la urgencia de las reformas justifique la violación de los procedimientos democráticos? Porque una vez que normalicemos la primera excepción, todas las siguientes se vuelven más fáciles de justificar.
Recordemos que la libertad no se pierde de un día para otro: se erosiona gradualmente. Con cada decreto inconstitucional normalizado, cada límite transgredido sin consecuencias, cada vez que aplaudimos la violación de reglas porque nos gusta el resultado, estamos pavimentando el camino hacia la tiranía.
Los colombianos tenemos una decisión que tomar: ser ciudadanos vigilantes que defienden las instituciones democráticas, o ser espectadores pasivos de nuestra propia sumisión. La historia juzgará no solo a quienes violaron las reglas, sino a quienes permanecieron en silencio mientras ocurría.
La pregunta ya no es si Colombia puede convertirse en una autocracia. La pregunta es: ¿Cuándo vamos a dejar de ser cómplices silenciosos de nuestro propio sometimiento?