¿Qué tienen en común El Salvador de Nayib Bukele, las Filipinas de Rodrigo Duterte y la utopía de Omelas creada por la escritora Ursula K. Le Guin? Las tres tienen la misma base podrida: el colectivismo.
Hace poco leí Que alguien los mate: Crónica de la violencia en mi país, obra de Patricia Evangelista. Leyendo las primeras 20 páginas estuve a punto de llorar tres veces. Patricia es una periodista filipina que narra la guerra contra las drogas del dictador Duterte.
El libro comienza con la historia de Love, una niña filipina cuyos padres vivían en la pobreza. La mamá había consumido drogas, pero no las había vuelto a tocar. El papá tenía la fama de ser drogadicto.
Solo conozco unas pocas docenas de muertos. Al presidente no le importa. Le sobran nombres para referirse a ellos. Son adictos, camellos, consumidores, traficantes, monstruos, locos. […] Love puede nombrarte solo a dos. Papá y mamá.
Un grupo de ejecución se presentó en la casa de Love, a las 3:00 a.m. Abrieron la puerta por la fuerza. Love dormía con su mamá; su papá dormía con uno de sus hijos en el pecho.
En cuanto el papá despertó, el comando le disparó en la cabeza, frente a Love y a sus otros hijos. Después le apuntaron a la mamá. Love se puso frente a ella y le gritó al soldado sin rostro: “mátame a mí, no a mi mamá”. Al grito de “¡Somos Duterte!”, le dispararon a la mamá.
Duterte pronto se volvió uno de los dirigentes más populares del mundo. En Filipinas, incluso hoy, sigue siendo muy querido. ¿Por qué? Porque “él sí estaba haciendo algo contra el crimen”.
A modo de reflexión: ¿para ti qué es más importante, el beneficio de la comunidad o el del individuo?, ¿y si, para beneficiar a la comunidad, tuviéramos que ejecutar a ciertas personas?, ¿hasta qué punto pondríamos por encima el bienestar general sobre el del individuo?
QUIENES SE MARCHAN DE OMELAS
Hay una historia preciosa llamada Quienes se marchan de Omelas, de Ursula K. Le Guin.
La historia trata sobre Omelas, una hermosa y mágica ciudad, una utopía. Sin embargo, para que todos sean felices, hay un precio que deben pagar.
Hay un niño escondido en alguna parte de la ciudad, encerrado en una jaula, torturado día tras día, absorbiendo todo el sufrimiento que podría tener Omelas.
Todos lo saben y, a pesar de contar con un paraíso en la Tierra, cada día hay quien se marcha en la noche porque no puede vivir a costa de infligir daño a otro.
Yo también me largaría de Omelas.
INDIVIDUALISMO vs. COLECTIVISMO
Existen dos concepciones sobre quién es “un sujeto de derecho”.
Están quienes piensan que su grupo (raza, sexo, nacionalidad o identidad) es el que debería tener derechos superiores.
Esta concepción se llama colectivismo. Es la idea de que el sujeto de derecho es el colectivo en sí. Si para ello hay que llevarse entre las patas a miembros de otro colectivo, o incluso al individuo de su propio colectivo, no pasa nada, siempre y cuando se haga por la “causa mayor”.
La gente que ha adoptado esta filosofía es la que construyó Omelas. Esa es la gente que aplaudió a Duterte. Esa es la gente sobre la que se construye cualquier tiranía.
La otra concepción es el individualismo. Esta nos dice que las personas, simplemente por el hecho de ser personas, tienen derechos inalienables. No puedes matarlas, no puedes robarles sus cosas, no puedes esclavizarlas. No importa que una mayoría legitime el asesinato, el robo o el secuestro: cada ser humano es muy importante.
EL CASO DE NAYIB BUKELE
Pensando en Duterte, también me viene a la mente el caso de Nayib Bukele, el autoproclamado “dictador cool” de El Salvador.
Bukele es otro “hombre fuerte” que le declaró la guerra al crimen en su país. Su aparente triunfo ha sido indiscutible. De 2015 a 2023 hubo una reducción del 93% de los homicidios, y en diciembre de 2024 se registró un solo homicidio en todo el país.
Ante esto, ¿cómo podríamos no alabar a Bukele por haber resuelto el mayor problema de El Salvador?
Al igual que en Omelas, detrás de la reducción del 93% de los homicidios se encuentran las víctimas silenciosas: niños detenidos, personas inocentes condenadas, desapariciones forzadas, torturas, violencia sexual contra niñas y mujeres.
Detrás de la popularidad de hombres fuertes, como Duterte o Bukele, se encuentran miles y miles de cadáveres sin nombre desperdigados en la calle, pagando el precio de la utopía. Rostros escondidos detrás de algún mote: delincuente, pandillero, drogadicto, entre otros.
Pero ¿realmente todos aquellos que están pagando el precio de la “utopía” son los monstruos? Eso se sabría con el debido proceso.
En esta columna no trato de defender la falsa dicotomía entre matar a todos los que tengan la mínima sospecha de ser criminales o dejarlos hacer todo lo que quieran, sino de recordar dos cosas:
- La justicia solamente puede pasar por respetar los derechos humanos y nunca a través de actos de vigilantismo.
- No hay utopías que celebrar cuando pasas de temerle al pandillero a temerle a quienes deberían protegerte.
El colectivismo siempre ha sabido dónde encerrar al inocente: en una jaula oculta, en un calabozo sin nombre, bajo la tierra o detrás de una palabra que lo condene. Todo en nombre del bien común. Así se levanta la utopía: sobre el llanto sofocado de quienes fueron sacrificados para sostenerla.