EL TIEMPO QUE NO PUDO ESPERARME

Llevo ya varias semanas postergando este escrito. Llevaba rato evadiendo el mero acto de escribir porque me acuerdo de tantas verdades ocultas que no me he atrevido a enfrentar y he condensado en esta historia.

Hoy vuelvo a mis palabras porque me siento condenada a ellas. Ayer tuve que reconciliarme con mi rabia; me di cuenta de que me ha amado y protegido, aun cuando yo no he hecho más que odiarla. Ayer me vi obligada a escucharla, y entre la honestidad que manifiesta entre sus impulsos aprendí que mi rabia no siempre ha sido mala.

Mientras me reconciliaba con ella, me llevó al pasado, y a sentir las creces que he cultivado en mi alma, por negar a la paciencia y por aferrarme a la frustración que trae la misma negación de tener que hacer una pausa.

Aquella Rabia amorosa me mostró que la paciencia ha sido mi enemiga, y me he acostumbrado a pasarme por la vida corriendo. Vivo persiguiendo la comodidad que encuentro entre la inmediatez de las cosas, y de tanto correr, he dejado caer muchas partes de mí en el camino. No he querido detenerme para recogerlas porque ello implicaría sacrificar el primer lugar de la carrera que llaman “crecer”.

Prefiero seguir corriendo, débil y herida, a detenerme, porque ello implicaría aceptar que he sido débil y no tengo más alientos para seguir. De tanto correr me había convertido en solo huesos porque no quedaba más de mí; todo lo que tenía se lo había llevado el tiempo.

Sin embargo, aprendí que aquel que corre muy rápido, se tropieza y que cuando se mueve con afán el tiempo se acelera. Se acelera tanto que no podemos alcanzarlo y se nos esfuma de las manos.

Pensé en las veces que he sentido rabia, y el principal momento en el que pude pensar fue el día de mi graduación del colegio. Llevaba años rezándole a las manecillas del reloj para que llegase aquel día porque marcaría el cierre hacia una etapa, que pese a lo maravillosa y hermosa que fue, estaba manchada por dolores y heridas que me habían hecho lenta. Pensé que, para entonces, ya estaría invicta de todo mal y nada de ello me perseguiría en la adultez.

No obstante, creo que hasta ahora ese ha sido uno de los días más atemorizantes de mi vida. Estaba sofocada por el vestido ajustado que escogí y los tacones me debilitaban el paso. Estaba encartada con galardones de excelencia académica que en el fondo no sentía que me los merecía. Cargaba conmigo el peso de una niña de 13 años que nunca logró hacer las paces con su cuerpo, una de 15 que se quedó esperando a un papá que nunca volvió, a una de 16 que solo quería ser valorada y reconocida, el corazón todavía sangriento de una de 17 que casi se muere por desamor, y está de 18 que no sabe qué hacer consigo misma. Ese día, esperando a que llamaran mi nombre, me senté junto a la rabia porque me di cuenta de que nada había salido como yo esperaba. Se supone que para entonces ya tendría todo resuelto, que tendría una novela publicada y me iría en agosto a estudiar literatura en Nueva York. Pero no; me había visto obligada a hacer una pausa. Tenía rabia porque tenía que vivir una historia, un poco diferente a la de mis compañeros, y debía viajar al pasado.

Pensé en aquella Isabel, de 13 años; la que derramó lágrimas ante platos de comida y pensaba que, para ser vista, debía ser menos. Ella tenía mucha rabia, pero ni ella sabía por qué la tenía, pero la obligó a dejar de comer para revelar sus huesos; debían estar expuestos para revelar su necesidad de mostrar su esencia. Me di cuenta de que, por más delgada que estuviese, cargaba siempre conmigo aquella frustración de la cual no me podía deshacer. La Rabia misma se reveló ante mí entre lo que decían mis costillas, pero decidí no verla hasta años después.

Pensé en la Isabel, de 15 años, rebelde como ella sola; irreverente y furiosa. Estaba frustrada porque se había quedado sentada en frente de la puerta por la que vio a su papá salir y no volver. Ella sumió su ira en la academia tratando de ser una niña corriente, pero su mirada siempre giraba en torno a la puerta, ya sea esperando a que su papá volviera a cruzarla o buscando una salida. Comprendí que su Rabia se manifestó entre sus éxitos tratando de demostrar que nada la detendría. La rabia la impulsaba a seguir aun cuando ella no tenía las fuerzas para hacerlo. La rabia le dijo que el papá nunca volvió a cruzar la puerta y que, en vez de esperarlo a él, se esperara a ella misma.

Pensé en la Isabel de 16 años; ella era ágil, se movía con rapidez y era demasiado inteligente para su propio bien. Por tanta ira acumulada había aprendido a ser excelente actriz y a nunca salirse de su guion para que no leyeran la frustración que escondía entre sus palabras. Ella tenía rabia porque no lograba sentirse amada. Le dije que comenzara a mirarse al espejo; no para ver cuan hermosa era, pero para que aprendiera a mirarse a los ojos.

Busqué a la Isabel de 17; ella ya estaba comenzando a ignorar a la rabia cuando le susurraba porque se había cansado en tratar de comprender por qué pretendía hacerla más lenta. Ella tenía una rabia que no lograba ignorar porque habían pasado muchas lunas tratando de encender una chispita de algo que podría ser amor, y se le apagó en un suspiro. Tenía rabia porque aprendió a las malas que, así como el amor, permea el corazón, también es efímero y se va en un instante.

En mi viaje al pasado aprendí que la rabia enseña con dolor, pero nos obliga a aprender. Aprendí que el tiempo no espera a nadie, y si no hacemos una pausa, dejamos partes de nosotros atrapadas en el tiempo y las reemplazamos con rabias y dolores.

Estoy tratando de enfrentarme a esta Isabel de 18; a veces se me pierde y no la encuentro. Corrí por mi adolescencia con tanto afán que se me olvidó crecer; corrí del tiempo y me pasó por encima creyendo que le llevaba ventaja. Hoy, mientras hago las paces con mi rabia, le ruego a las manecillas del reloj que corran más lento y me esperen; que giren en el sentido contrario para recuperar los instantes efímeros y mágicos que malgasté ensordecida por la rabia que tanto me gritaba y no quise parar a escucharla.

Creo que he aprendido más en estos tres meses que en los últimos tres años; mi nueva amiga, Rabia, me enseñó que aquellas palabras, personas, mensajes, y perdones que tanto esperé, nunca llegaron, y a la hora de la verdad, no los necesité. Hay una gran diferencia entre esperar a que otros actúen y esperar a que sane mi alma. La rabia cerró puertas que dejé abiertas para aquellos que decidieron salir y nunca volver, y ha abierto puertas nuevas para que el aire fluya en mi corazón –tampoco se trata de quedarme encerrada para que nadie entre–.

Aprendí que cada día puedo escribir una nueva historia, que no pasa nada si no tiendo mi cama, que me puedo lavar la cara con champú, que para ser más no tengo por qué pesar menos, y que mi inteligencia no la mide un examen. Aprendí que cuando se tiene paciencia y se mueve a conciencia, el tiempo va más lento y te espera; quizá por eso ahora soy más ágil y hasta más veloz que cuando corría. Siquiera me detuve, porque hoy llevo mi alma entre mis manos para que no se me vuelva a escapar, y ya no estoy encartada con Rabias pasadas que hoy no me corresponden. He dejado de mirar al reloj, y corro porque me gusta la adrenalina y el movimiento constante; no por afán.

NOTA:

SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Chelaru, D. E. (1851-52). El tiempo pasa (Time Passing) [Pintura acrílica y esmaltada sobre lienzo.]. UGallery – Art for Sale. https://www.ugallery.com/products/mixed-media-artwork-time-passing?srsltid=AfmBOopBCWliU8bi6u5jc84kZBCty-oK5ISQ0obG0_XNTCfOsqfPkOhV.

Isa Ramelli
Isa Ramelli

Narradora de la vida y artista de la realidad. Periodista aspirante. Lectora apasionada. Futura novelista y autora.

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