AVISO: Puede haber spoilers para quienes no hayan visto, aún, la película de la que se hablará en esta columna. Quedan advertidos.
Cada artista tiene un sello propio. Esto no escapa a los directores de cine que como guías de arte, terminan delineando obras que llegan al alma. Guillermo del Toro no es esquivo ante esa realidad. Los monstruos se han convertido en su marca personal, con cientos de series y películas donde los verdaderos monstruos adoptan, por lo general, forma humana.
La forma del agua (2017), La cumbre escarlata (2015), El laberinto del fauno (2006), Hellboy (2004) o El espinazo del diablo (2001), hoy son grandes referentes cinematográficos que le han permitido al director mexicano posicionarse como experto en esa oscura faceta humana: el miedo. No es de extrañar que en su última obra, El callejón de las almas perdidas, del Toro trate también este asunto.
La historia, circular, nos muestra a un protagonista de baja extracción social que busca una oportunidad en el negocio del espectáculo. Siendo un hombre abstemio y relativamente ponderado en sus posiciones frente a la vida, parangón que podríamos hacer con el hombre virtuoso al que exalta Adam Smith, busca suerte en el show de fenómenos, aprendiendo trucos y buscando la oportunidad de seguir creciendo en su carrera. Su primer encuentro con el “monstruo” local y una breve charla con el dueño del negocio le permiten entender cómo los seres humanos pueden pasar fácilmente a una posición tan lamentable; del Toro nos deja muy en claro que los monstruos se hacen a sí mismos.
Cual arquetipo junguiano, los monstruos no lo son por feos en apariencia, sino por el horror de su esencia: el veneno que les imbuye de poder. Y ese veneno lo da la codicia que toma al personaje. Codicioso por ganar mayor fama y dinero, decide envenenar a su mentor de adivinación para poder escapar con su enamorada en busca de mayor fortuna. Allí pierde su empatía, concepto liberal proveniente de Adam Smith, pese a que en su libro La teoría de los sentimientos morales (1759), se traduzca esto como simpatía: el poder ponerse en los zapatos del otro y sentir su sufrimiento para brindarle alivio. La degeneración es el opuesto a la virtud y, por tanto, un ser humano entregado a sus propias vanidades y perversidades se convierte en un monstruo. Así el protagonista se transformó, pasando de un hombre sencillo, simple y con pasión por su trabajo, a un ser despreciable al que no le interesaba en lo absoluto pasar por encima de los demás.
La gran reflexión que nos deja Guillermo del Toro en esta y en otras películas y series es que el virtuosismo es merecedor de cuidado y atención permanentes, si no queremos perder nuestra libertad y, por ende, nuestra humanidad. Es el virtuosismo smithiano y la empatía lo que nos aparta de la monstruosidad. Evitemos ponernos las cadenas.