GUSTAVO FRANCISCO: EL PERRO DE PAVLOV

Gustavo Francisco abría sus ojitos de animalejo y se desperezaba cada mañana, despelucado, sudado de la cabeza a los pies y acompañado de un medio intento de erección, de esas que apenas le permitían sus grises sesenta y dos primaveras. Comenzaba el día completamente tembloroso, dubitativo, con esa sensación de vértigo que se tiene solo cuando uno está a punto de acariciar ese objeto de deseo con el que ha soñado toda la vida. Como todo Perro de Pavlov, babeaba al escuchar su nombre en los medios, que lo repetían como un mantra. “Finalmente, el destino y los secretos de todos y cada uno de los colombianos, en mis manos, y para mi solito”, imaginaba…

Pese a que las profecías de triunfo al primer intento habían resultado evidentemente falsas, sus vasallos le repetían hasta el cansancio que no había motivos para la preocupación, que desde fuera del país sus titiriteros se habían encargado de gastar millones en su nombre para que todas las encuestas y periodistas, cual porristas desbocadas, le rindieran culto, e incluso, hasta le atribuyeran ciertos poderes mágicos. Pero lejos de sentirse relajado, sabía en su interior que no lo merecía, que no le correspondía, que todo era una gran emboscada. Es que en el mundo real, megalomanía y una sana autoestima no van de la mano, no en este valle de lágrimas que llamamos Tierra. Pero si hasta la Alcaldía de la helada metrópoli capitalina le había quedado grande… “¿Te imaginas quedarte con las ganas de que todo el país se arrodille ante ti?”, se preguntaba espantado, y aborrecía esa duda maldita que tanto lo perturbaba.

Por lo dicho, conciliar el sueño era para él un desafío. De a ratos se sentía tan insignificante. Cero belleza física, menos aún empatía, delirios de grandeza, y socios internacionales miembros del hampa. Desfigurado o no, su pasado le pesaba. Le habían hecho sentir desde su infancia que era un bueno para nada, y él lo había dizque compensado empuñando un fusil que apenas lo hacía sentirse alguien: aquel instrumento de amedrentamiento cuyo gatillo eventualmente negaría haber jalado alguna vez. Gustavo Francisco gastaba ingentes sumas de dinero en pastas para dormir, y sumas aún más grandes e inconfesables para despejarse en la mañana. Esa limitación trágica que llaman conciencia –microscópica en su caso, pero conciencia al fin y al cabo– no le ayudaba en absoluto a despejarse de los trajines del día a día.

Jamás había estado más cerca de lograr sus oscuros objetivos. La oportunidad de hacerse al fin con el poder, la gloria –pírrica, pero gloria después de todo– y manejar a su arbitrio los dineros billonarios del fisco; saborear todos aquellos privilegios que acompañan al hecho de convertirse en monarca, amo y señor de la antigua Nueva Granada; postrar ante él a propios y ajenos, y convertir en estiércol las fortunas de los miembros de las élites locales con solamente un movimiento de su cetro, como un verdadero rey Midas –al revés–; subvertir la historia del país, manipular sus instituciones como plastilina, obligar a todos a tocarle la puerta para rogarle favorcitos, y por sobre todas las cosas, desterrar a sus adversarios de una vez y para siempre. No se andaba con medias tintas. Había tanto por acomodar a su conveniencia, tanto para ordeñar en favor de sus dueños, y cuatro años son tan poco tiempo… era una salvajada de sueño. Si tan solo hubiera creído en la existencia del gran arquitecto del universo, hasta le hubiera rezado, por si las moscas.

Todas esas “maravillas” que no había logrado en sus tiempos de pseudo-flagelo de su gente –todo aquel pasado que hoy esconden, camuflan y disimulan de su hoja de vida– ahora planeaba poder lograr, ni más ni menos que a través de los votos ¡Cuánta ironía! Sus conciudadanos, libre y voluntariamente lo coronarían rey del otrora “País del Sagrado Corazón”, auto-condenándose al patíbulo.

Finalmente, sería ungido como gran soberano liberticida, y hasta podría ejercer el derecho de pernada con todas y cada una de las doncellas de palacio, y muy probablemente, de algunas más. Aquel auténtico lobo con piel de oveja, que ante los ojos de muchos hasta había vuelto a nacer de manera sobrenatural, se frotaba las manos, se relamía, mientras olfateaba el ahora no tan lejano, embriagante e incomparable buqué del poder.

El Vertedero
El Vertedero

Me llaman “El Vertedero”. Me gustan los libros –y escribir también–, pero no soy taciturno ni vegetariano –carnívoro a mucho honor, y de los del profe Jordan Peterson papá–, tampoco animalista, mucho menos feminista ¡Siempre anti-colectivista! Maratonista también, así como bisexual, cisgénero, catador amateur de cerveza, músico de garage y desparchado... Ya saben, de todo un poquito.

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