Colombia, desde sus inicios como república, ha estado marcada por una fuerte polarización causada, principalmente, por dos cosmovisiones de cómo debería ser el país o, como señalé en una anterior columna editorial, el “proyecto país” al que se pretende llegar.
Aunque parezca una locura, al sol de hoy, socialmente no se han superado discusiones de vieja data como la necesidad de una protección mayor a la propiedad privada, los beneficios de una economía de libre mercado y, la más risible pero indignante, las funciones elementales que debe tener el Estado –y los medios por los cuales las debe cumplir–.
Sin empezar a demarcar una línea roja entre ambas cosmovisiones, cuando se realiza un juicioso análisis de los puntos, sale el contradictorio resultado de que ambas tienen más en común que en contra. Sin embargo, esas pocas diferencias son tan irreconciliables y se han remarcado tanto, que ya tomaron la forma de una montaña infranqueable, evitando toda apertura al diálogo y posterior proceso de integración político-social.
EL MURO DE BERLÍN COLOMBIANO
Tal y como se vio a finales del siglo XX en Alemania, nuestro país, en este momento, tiene un muro ideológico que se cierne sobre la base del tamaño del Estado y su injerencia en la economía.
Los del lado izquierdo, quieren un “Estado presente” en toda regla, con más ministerios, un gasto social sin límites, control de precios, control de importaciones, política monetaria expansiva permanente y, obviamente, un paquete gigante de subsidios directos e indirectos.
Los del lado “derecho” –las comillas hacen referencia a la definición colombiana de derecha– quieren un Estado grande en su justa medida, con ciertas libertades económicas, un paquete de subsidios moderado, con controles de precios “técnicos”, una política monetaria responsiva a las necesidades del momento y con un capitalismo de amigotes.
Como había resaltado, las diferencias enfáticamente señalan el tamaño y forma de intervención del Estado. Lastimosamente, dada la fuerte escalada en la intolerancia hacia el pensamiento divergente –sea cual sea su orientación– y el estigma de violencia política que posee Colombia, la solución hoy por hoy transciende de los métodos convencionales para la reconciliación social.
Ya he olvidado cual fue el punto de partida de este enfrentamiento, pero, lo que jamás se me olvidará, es que el nivel de agresión se disparó desde que el SÍ perdió el plebiscito en el 2016. La cantidad de desinformación, asesinatos morales, campañas negras y cuantas herramientas amorales y antiéticas es tal, que dan suficiente material bibliográfico para que un personaje como J.J. Rendón cree un posgrado en doctorado en esa materia.
Al final, todo llegó a tal punto en que un tercer sector, mayoritario, lo sedujera una apatía por lo político, y con ello, se empiece a extinguir la llama vital que soporta la democracia. Lo más grave de lo anterior, es que deja exclusivamente a los grupos de presión de ambos bandos como únicos resonadores en la cosa pública: un panorama muy desolador y propicio para que la violencia que nos azotó antaño vuelva con más fuerza y crudeza.
QUE CRUCE QUIEN QUIERA CRUZAR
En vez de resignarnos a las crudas y lamentables consecuencias que orbitan alrededor de una sociedad tan polarizada, ahora tenemos la oportunidad de crear un espacio mancomunado de regiones que apliquen, en la medida de las posibilidades republicanas, las cosmovisiones que crean conveniente. Obviamente, todavía quedarían temas de interés nacional como el Ejército, la aplicación fundamental de los derechos humanos, la Justicia y otras aristas más, pero, en síntesis, con la suficiente autonomía para satisfacer las demandas que surjan en sus territorios.
Es necesario separar esta solución con los actuales intentos de descentralizar las regiones. Lo propuesto a la fecha no es más que una lucha politiquera por quien cobra y administra los impuestos recaudados en sus zonas, sin dejar de ser parásitos de las arcas nacionales en el proceso. Lo que visualizo es ponerle un sano límite geográfico a esa polarización a través de la fragmentación del “proyecto país” que se tiene.
El resultado que espero con ello es que podamos generar y reformar las instituciones fácticas y legales que se crean conveniente, y que el propio desarrollo de estas vaya depurando las menos eficaces e ineficientes. Es cierto que se puede confundir con la creación de un Estado auto-competitivo y más desigual, pero no se puede olvidar que, a través del poder soberano del voto, las personas pueden exigir a sus dirigentes emular a su manera esas instituciones que han mostrado mayor éxito en otras regiones, sin contar que todavía prevalecería el libre tránsito de una región a otra.
En conclusión, la discusión sobre el FEDERALISMO hoy día debe pasar de un escenario meramente académico y discutido en simposios, a un proyecto de reforma constitucional impulsado principalmente por la ciudadanía que, actualmente, a falta de alternativas, se subyuga a las bravas al “proyecto país” que el 50% +1 de la población decide cada cuatro años.