“Todos vamos hacia donde dice la cabeza” es una frase que condensa la quintaesencia de lo que está pasando en el seno de la fuerza pública y que podría rotularse como el síndrome del sindicalista. Confieso que esta hipótesis –algo descabellada, por cierto– no es de mi cosecha. Es autoría de uno de mis amigos “troperos” (las comillas son mías), quien aún permanece en servicio.
Para él –cuyo nombre me reservo por consideraciones obvias–, nuestras Fuerzas Armadas no tienen los brazos amarrados y, mucho menos, están con la moral baja. Las operaciones se realizan en el día a día, pero no con la misma profundidad e intensidad en los territorios como se estilaba en los tiempos de la Seguridad Democrática, por citar un periodo que muchos uniformados en retiro y activos consideran la panacea o “edad de oro” de nuestros estamentos castrense y policial.
Alguna vez escribí que la actual cúpula de la Fuerza Pública, especialmente en las Fuerzas Militares, es de transición. Era obvio en un país que pasó de fracasados Gobiernos de pseudo-derecha –para algunos libertarios, Colombia nuca ha tenido un verdadero Gobierno de derecha– al primero de izquierda o “progresista”, eufemismo estilado en Latinoamérica para disfrazar un modelo político, económico y social fracasado en el resto del orbe.
El síndrome del sindicalista o del sindicato explicaría porqué la cúpula militar y policial no se pronuncia con suficiente vehemencia cuando hordas de indígenas o campesinos configuran “cercos humanitarios” (léase secuestros) en rededor de los uniformados en algún paraje del Cauca, del Caguán o de cualquier otro sitio de nuestra geografía. Tampoco se hace evidente el reclamo justo, pero impetuoso de antaño, cuando policías y soldados son masacrados con el uso de medios y métodos prohibidos en las guerras como en El Catatumbo.
De alguna forma, las cabezas visibles en las Fuerzas Militares y la Policía Nacional estarían siguiendo la lógica del síndrome del sindicato y ejecutando al pie de la letra el libreto escrito para ellos en la Casa de Nariño. El CEO de esa gran firma llamada Colombia podría estar cediendo en algunas pretensiones o puntos del pliego de condiciones que pudieron haber presentado los líderes naturales de este sindicato cuando él asumió su cargo, pero jamás en aquellos aspectos estratégicos o de carácter neurálgico.
En este hipotético caso, el grueso de los sindicalistas estaría recibiendo migajas y contentillos, y cumpliendo a rajatabla las órdenes lógicas e ilógicas del Director Ejecutivo de Colombia. Mientras tanto, los líderes de sindicato buscarían llevar la fiesta en paz y “hacerse pasito”, como se dice coloquialmente, y así asegurar su estabilidad y bienestar.
Esta subordinación al Poder Ejecutivo, que es necesaria en los regímenes políticos democráticos como el nuestro, refrenda la sujeción a la ley y el carácter civilista de los uniformados colombianos. El ‘pero’ del asunto es comulgar con políticas y decisiones que, se supondría, van en contravía con el ideario y la tradición de las Fuerzas Armadas. De ahí que ponerse a los deseos del CEO, así estos puedan parecerles descabellados o contrarios a sus posturas, al parecer no hace parte de su repertorio.
Dado que se trata de un alto mando militar y policial de transición, algunos de esos mandos en ascenso, pero aún en calidad de alfiles, se estarían acomodando con miras a ocupar a futuro posiciones de poder en sus instituciones. De hecho, en los pasillos de las Fuerzas Militares se rumora sobre la afinidad y cercanía de algunos de estos líderes en ascenso con la Secretaria General del Ministerio de Defensa, ficha del senador Iván Cepeda en esta cartera.
Así las cosas, estamos en presencia de una cúpula de la Fuerza Pública con un discurso pacifista en medio de la guerra. La referencia obligada a la “paz total” está en su guion, incluso en situaciones catastróficas. También vemos notas de prensa que cuentan como estas nuevas Fuerzas Armadas ahora sí se están dispuestas a privilegiar la vida sobre la muerte –claro está, en medios de comunicación que reciben tajadas publicitarias de Palacio– cuando en realidad esta ha sido una constante en las instituciones castrenses y policiales mucho antes de mi ingreso al Ejército en 1992.
Al final del día, esta tesis permitiría concluir que el síndrome del sindicalista o del sindicato estaría cumpliendo su propósito de manera eficaz en el sector Defensa. El grueso de la tropa en las Fuerzas Militares y su equivalente en la Policía Nacional, aperados con el cabestro de la paz o caos total –como The Economist se refiere al programa de paz de Gobierno–, siguen indefectiblemente el camino que les traza la cabeza.