Yo crecí rodeada por las musas, las brujas, las hadas y los ángeles. Desde pequeña me visitaban entre sueños, se asomaban entre las esquinas de mi habitación, y ocasionalmente pasaban por el colegio a susurrarme respuestas en exámenes para los cuales no había estudiado.
Yo pensaba que era rara, y trataba de no hablar mucho del tema, hasta que una noche cualquiera escuché a mi mamá hablar de los ángeles y los maestros. A mi hermano poco le movía, pero siempre le generaba curiosidad aquellas cosas que mi mamá manifestaba ver en sus sueños y no se asustaba cuando hablaba de sus aventuras mágicas. Yo le compartía mis propias aventuras a mi mamá, en secreto porque yo bien sabía que al papá no se le podía hablar de las hadas y los maestros; le genera tanto miedo que se le caen los pelos, y todavía me culpa por su calvicie y por muchas otras cosas que, según él, son culpa de una sensibilidad que no puedo controlar.
Mi mamá y yo, las brujas de la casa, nos vimos obligadas a reprimir nuestra magia para no ser juzgadas y mandadas a la hoguera por aquel verdugo que solía mandar en esta casa. Aprendimos a reprimir la magia de la misma manera en la que nos enseñan como mujeres a reprimir muchas cosas: nuestra voz, nuestra sexualidad, nuestras emociones, y nuestra libertad.
La sociedad nos adoctrina a pensar que aquella mujer que piensa diferente y actúa por sí misma, está actuando de manera errónea y merece morir ahorcada. ¡Y ni hablar de cómo nos tratan a las brujas!
Como he crecido con esta información, he investigado bastante sobre la “Santa Inquisición Católica” y en entender a las brujas que murieron durante este periodo. Me topé con El Malleus Maleficarum, el cual traduce del latín a “Martillo de las Brujas”, y que fue publicado en 1487 por dos monjes dominicos y actuó muchos años como el manual sagrado para el “Santo Oficio” en la caza de brujas en Europa y América. En resumidas cuentas, aquel libro describe a las brujas como aquellas mujeres más susceptibles a las “tentaciones del diablo”, pues la práctica de escuchar a la intuición las hacía supuestamente más crédulas, más propensas a la malignidad y mentirosas por naturaleza –porque claro, nadie puede explicar que ve seres con alas en la sala sin que la rotulen como mentirosa; y como a las brujas no les importaba que la religión demonizara el sexo, hacían lo que quisieran con su cuerpo, y fuera de brujas también eran putas–.
A las brujas las quemaban en la hoguera porque no podían domarlas; ellas pensaban por sí mismas y no tenían más ley que la propia intuición. Ellas obedecían netamente a aquellas sensaciones que no se pueden explicar y a muchos les da miedo. Por eso tocaba quemarlas cuando se resistían a seguir la doctrina de un cura.
Yo creo que a mí en una vida pasada me quemaron en la hoguera por bruja; tengo marcas en mi cuerpo y cicatrices en lugares en los que nunca me he lastimado. Yo creo que ni en vidas pasadas han podido con mi rebeldía y me quemaron para callarme.
Mi mamá sobrevivió la hoguera en esta vida. La funaron y sufrió por un ridículo chisme que se regó hace ya un tiempo, manifestando que hacía parte de una secta y había vendido sus hijos a la misma, por una altísima cuota de 11 millones de pesos (colombianos) mensuales para que fuesen adoctrinados por un brujo en Itagüí.
Obviamente, aquel chisme no es cierto, aunque hay gente tan bruta y ciega, que prefiere comerse semejante bobada antes de preguntarse a sí mismos si estarían dispuestos a pagar el precio que fuese por defender su fe.
Y es que, así como la estupidez y la locura no tienen límites, la fe tampoco.
No hay ningún culto y aún he de conocer al supuesto brujo que me compró; pero lo único medianamente cierto que manifiesta aquel ridículo chisme es que claro, ella y yo tenemos nuestra facultad con la magia, y nos descubrieron los inquisidores.
Y no crean que la brujería son necesariamente amarres o muñecos vudú; eso es otra cosa. Mi mamá es bruja y hace pociones de amor, mientras que yo escribo a ciegas las historias que me narran las musas.
Lo que he aprendido de todo ello es que eventualmente la vida nos enseña que necesitamos algo en que creer y hemos de permanecer fiel a ello para no perdernos a nosotros mismos; para no morir en la “hoguera del juicio”. Es que incluso los Ateos que, pese a que no creen en un Dios, creen en sí mismos y muchas veces eso es suficiente; tienen mi más plena admiración. Hoy en día se ha estigmatizado tanto la confianza, que le hemos puesto parámetros, porque al parecer no hay peor pecado que defender lo que uno cree –como si tuviésemos opción, o manera de controlarlo–.
A pesar de lo lógica que soy, yo siempre he permanecido leal a mi sensibilidad, porque he aprendido que, para mí, no hay nada más lógico que atender aquellos llamados que demandan fe, para no enloquecerme. Me di cuenta de que quien escribe no soy yo, y yo juro que estas palabras no son mías. Hay unas voces que me dicen qué escribir, cómo y cuándo, y si las ignoro, literalmente me enloquezco. Aquella maga, bruja, o maestra que escribe por mí sabe más que yo, porque ella no conoce el miedo y sabe surcar con libertad el mundo sagrado del arte escrito. Me da rabia cuando expone mis más profundos secretos; no obstante, prefiero que me manden a la hoguera a navegar en mi locura.
Asimismo, he aprendido que no se trata de ser religioso, ni mucho menos de venderse a un brujo, pero sí de creer y confiar en ti; de buscar magia en lo cotidiano y aprender a ser fiel a uno mismo. No se pueden juzgar las creencias ajenas porque uno nunca sabe cuál Dios está atendiendo sus suplicas. Se trata de tener la convicción para aceptar que no tenemos todas las respuestas, y que a ninguno le regalaron un manual al nacer explicándonos como vivir; al final del día, aquello que no comprendemos nos los explica, el sentimiento, la intuición y lo inexplicable.
Para mis lectores afines a los números y la lógica, por favor busquen la Secuencia de Fibonacci, y nos daremos cuenta de que hasta las matemáticas manifiestan magia que no se puede negar sin importar la religión o las creencias del aprendiz.
Y con todo esto dicho he de declarar que, si han de quemarme en la hoguera, háganlo con honor, y hagan que valga la pena mis esfuerzos de ser fiel a lo que soy. Porque a mí a duras penas me calla el miedo, y tan solo seré esclava de mí misma. Espero que el día que decidan quemarme, las cenizas de mi esencia les recuerden que lo único permanente es el espíritu. Cuando me quemen, escucharán entre el humo, el susurro de las voces a las que le rezo, y les hablarán como me hablan a mí; quizás ahí comprenderán que no hay bruja loca, ni persona que cree en vano, solo personas reacias a escuchar y con miedo a sentir.
AMÉN.
NOTA:
SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Tomanek, J. (1934). Danza de fuego (Fire Dance) [Óleo sobre lienzo]. R/museum. https://www.reddit.com/r/museum/comments/1gtjyxz/joseph_tomanek_18891974_fire_dance/?tl=es-419.