La inflación ha subido en muchos países del planeta. Las políticas fiscales y monetarias agresivas, lanzadas como forma de contrarrestar las erróneas cuarentenas, terminaron por generar su consecuencia más predecible: más demanda y menos oferta, termina con precios más altos.
Los Estados Unidos y Chile están experimentando la inflación más alta de los últimos trece años, y Brasil no había visto estos ratios desde 1994. Predeciblemente, en dichos países los bancos centrales comienzan a revertir el camino andado. Si bien la FED aún está dubitativa sobre qué hacer, ya muestra que el “tapering” está por venir. En Brasil y Chile, las subidas de tasas de interés recientes muestran que la política monetaria ahora busca ser mucho más contractiva de lo que fue el año pasado.
EL RITMO DE LOS PRECIOS AL CONSUMIDOR
Y por Argentina, ¿cómo andamos? Acá no nos cansamos de repetir siempre las mismas insensateces. En primer lugar, parecería que la inflación –al contrario de lo que el propio Ministro de Economía alguna vez afirmó– no es un fenómeno macroeconómico, sino parte de un problema de ciertos productos, servicios o cadenas de supermercados.
Así, el Banco Central no emite un solo comunicado respecto de su política monetaria. No modifica desde marzo de 2020 su tasa de interés ni informa nada acerca de qué va a pasar con el dinero que emite de acá al futuro. Sí, en cambio, se preocupa por visitar stands en “Tecnópolis”, firmar convenios sobre género y cerrar más el control de cambios, todo lo cual puede constatarse simplemente ingresando en la página oficial del organismo. Sobre la inflación como fenómeno macroeconómico, ni palabra.
¿Y el ministerio de Economía? Otro silencio de tumba. Salvo proyecciones anotadas en el presupuesto, ningún mecanismo o estrategia para alcanzar los números deseados. Y atención que esto viene de quienes criticaban al gobierno anterior por vivir haciendo presentaciones de PowerPoint.
El punto, no obstante, es por qué seguimos probando con recetas hiper-fracasadas que, no sólo no van a terminar con la inflación, sino que encima agregarán un obstáculo más al normal funcionamiento de la economía.
Una aproximación a la respuesta puede encontrarse en el libro de Bryan Caplan: El mito del votante racional. Allí propone que los votantes en todas las democracias sufren de sesgos que sistemáticamente los llevan a cometer errores. Entre los principales sesgos, el académico de la George Mason University encuentra cuatro fundamentales: el sesgo anti-mercado, el sesgo anti-extranjero, el sesgo de crear empleo y el sesgo pesimista.
Caplan define al sesgo anti-mercado como “la tendencia a minusvalorar los beneficios económicos del mecanismo del mercado”. Dado dicho sesgo, los problemas económicos suelen ser adjudicados por el votante al sector privado y suele creerse que la solución viene de la mano del intervencionismo estatal.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando se demuestra que el remedio de los controles es peor que la enfermedad? Ahí aparece lo que Caplan denomina la irracionalidad racional, que es que cada votante tiene que elegir entre sostener sus prejuicios o aceptar que está equivocado, donde lo segundo tiene un costo que debe ser comparado con el beneficio que le generaría informarse y votar bien en las próximas elecciones.
Ocurre, sin embargo, que como su probabilidad de definir una elección es tan increíblemente baja, el beneficio que recibiría de informarse, ponderado por su probabilidad de éxito en las elecciones, es mucho más bajo que el de mantenerse en el error. Por lo tanto, es perfectamente racional para el votante perpetuar un pésimo entendimiento de cómo funciona la economía.
Lo curioso del caso es que Caplan escribe para una audiencia principalmente estadounidense, un país donde los controles de precios, tal como existen en Argentina, son un fenómeno extraño, por decir lo menos. Pero en Argentina –y también en casi toda Latinoamérica– parece que la irracionalidad racional tiene mucho para enseñarnos, y parece también que el sesgo anti-mercado es mucho más marcado que el de otras latitudes.
Si no es así, realmente no se explica por qué hace al menos siete décadas que probamos bajar la inflación con la ridiculez de los precios máximos.
NOTA:
Este artículo apareció por primera vez en el portal Infobae: Hacemos periodismo.