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Maquiavelo fue quien mejor lo explicó cuando planteaba que solo los más fríos y calculadores tienen éxito y, quienes no desarrollan ese tipo de talentos, si es que llegan al poder, lo pierden rápidamente. En simple, el circo político suele estar habitado por personas cuya malignidad consiste en que el fin justifica los medios y ese fin es siempre el mismo: el poder por el poder.

Las personas lo saben. No solamente en Chile los casos de corrupción empañan la imagen de partidos de todos los colores políticos, exceptuando a los más nuevos. A pesar de ello, la ciudadanía suele poner una confianza desmedida en sus líderes. No importa que se hagan millonarios en un par de años gracias a las dietas que se fijan a sí mismos o que salgan libres de polvo y paja cuando están metidos hasta los codos en asuntos reñidos con la ley. Menos aún que mientan de manera descarada. Igual les creen cuando les prometen el paraíso o arman el tongo de medidas sanitarias dictatoriales que restringen injustificadamente la libertad.

Es razonable que los ciudadanos de a pie se vinculen a la clase política de la forma descrita, porque rara vez se encuentran con alguno de sus miembros y las cortinas de humo mediático sirven para el olvido, el engaño y la distracción. Lo que no parece sensato es que personas que son parte de la esfera pública no entiendan las estrategias perversas que inspiran a ciertos grupos. Un buen ejemplo es el famoso “estallido social”. Haber afirmado que la quema de estaciones del Metro era parte de una protesta ciudadana es inaceptable. El juego que se ha jugado desde el 18-O en adelante ha sido tan sucio que estuvieron a punto de botar al Presidente electo con el apoyo, incluso, de políticos de derecha, como el senador Manuel José Ossandón, que se abstuvo de votar en contra de la acusación constitucional. Lo más increíble es que sus correligionarios lo siguen apoyando contra viento y marea.

Para colmo, en esta cancha donde los políticos están embarrados hasta el cuello, miembros de un gobierno cobarde pero demócrata que le entregaron nuestros derechos fundamentales a un grupo de gente extremista nos empujan al abismo de la confrontación. Lo peor es que no han hecho ningún mea culpa ni asumido su responsabilidad. ¡Pero si hasta los amarillos han mostrado más coraje para defender nuestra democracia! Usted me dirá que los firmantes del “Acuerdo por la Paz” que solo llegó con la pandemia no podían prever el resultado de las elecciones de los convencionales, a lo que yo responderé desde el sentido común: cualquiera con conocimientos básicos de historia sabe que un proceso que se inicia con ese nivel de violencia, que además es capturado por grupos minoritarios extremos y apoyado públicamente por la dictadura venezolana, no avanzará hacia la democracia, sino hacia la tiranía.

El juego de la izquierda es tan sucio como la estrategia de Agatocles que, según narra Maquiavelo, logra el poder con el engaño y el asesinato. Pero la derecha parece no querer hacerse cargo de las malas prácticas políticas de la extrema izquierda. Ello explica su posición blandengue e insípida frente al manejo que el gobierno hace del orden público. Ciertamente la derecha, a diferencia de la extrema izquierda, tiene claras credenciales democráticas, por lo que condena sin excepciones el uso de la violencia. Pero las palabras no construyen universos cuando se trata de la integridad física de las personas. De ahí que las querellas por seguridad interior del Estado, tan recurrentes durante el último gobierno, no evitaran ninguna de las lamentables muertes en la región de la Araucanía. Muy distinto ha sido para los habitantes de la zona vivir bajo el estado de excepción que el actual gobierno ha decidido no renovar. En otras palabras, si se quiere detener la violencia, son necesarias acciones concretas para las que nuestras autoridades no se encuentran disponibles. La pregunta es ¿por qué? y la respuesta es porque están jugando un juego sucio que la derecha no quiere ver o no se atreve a enfrentar.

En síntesis, no es una mera casualidad que a las declaraciones del PCCh acusando de “brutalidad policial” el intento de carabineros por controlar el orden público les siga la exigencia de la ministra de Bienes Nacionales, Javiera Toro Cáceres, de refundar la institución policial. Tampoco es producto de la alineación de los astros que no se prorrogue el estado de excepción en la Araucanía y se premie con domingos en familia a asesinos de una pareja de ancianos que quemaron viva. El juego sucio de la extrema izquierda es cada vez más evidente: fomentar la destrucción de todas las instituciones en las que se sostuvo el viejo orden para legitimar su refundación. En el caso de carabineros es absolutamente evidente; luego irán por las tres ramas de las FFAA. Dejar a la Araucanía a su suerte es parte del mismo juego, puesto que facilita el triunfo del discurso indigenista. La fórmula es simple: dado que la gran mayoría de los chilenos no vive en la macrozona, cuando se plantee la idea de territorios autónomos a cambio de paz, correrán todos, como lo hicieron los habitantes del centro de Santiago en el plebiscito, a respaldar la propuesta gubernamental.

Finalmente, la jugada de mayor profundidad es la legitimación del uso de la violencia a través del retiro de las querellas del gobierno contra la bien llamada “primera línea” (de vándalos, revolucionarios, saqueadores e incendiarios, al igual que en nuestra hermana Colombia) y el proyecto de indulto al que se suman los domingos de algarabía recién otorgados a José y Luis Tralcal (asesinos de la pareja Luchsinger-Mackay). El mensaje es inequívoco y pasa a constituir el legado cultural de jóvenes –cada vez más viejos– que nunca recibieron educación de calidad y hoy nos gobiernan con una mentalidad que resulta de la mezcla del marxismo trasnochado, la captura gramsciana del discurso hegemónico y el indigenismo bolivariano. En otros términos, el proceso de refundación de la sociedad requiere de una inversión valórica radical en cuyo marco los malos son los buenos –ergo, los “héroes” y las “víctimas”–, mientras los buenos son los malos. Esta es la clave para desmantelar las superestructuras sin moverse del escritorio.

Bastan un par de jugadas que promuevan el odio –como las frases de Izkia Siches en contra de los vecinos de Las Condes– y otras tantas de manipulación mediática usando el victimismo feminista para enfrentar a varones y mujeres, el indigenismo para promover la lucha en contra de yanaconas y huincas, y algún escándalo de pacotilla que levante a los estudiantes frente la autoridad de sus profesores para que se desplome el viejo mundo. El jaque mate lo dará la Convención Constituyente con su engendro constitucional.

NOTA:

Este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile.

Vanessa Kaiser
Vanessa Kaiser

Es periodista titulada de la Universidad Finis Terrae y doctora en Filosofía y Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC). Durante los últimos años ha desarrollado su carrera académica convirtiéndose en directora de la «Cátedra Hannah Arendt» de la Universidad Autónoma de Chile y, de forma paralela a su labor docente e investigadora, es una divulgadora muy activa de las ideas liberales a través de sus columnas en el portal chileno El Líbero y de su trabajo como directora del Centro de Estudios Libertarios. Es, entre otras, concejal por la Comuna de Las Condes (Santiago Chile).

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