Sabemos que en la amistad hay períodos de mayor o menor intensidad en que nos acercamos o alejamos, según circunstancias, creencias e intuiciones. Bajo este prisma podemos entender la relación entre los ciudadanos y Carabineros, institución altamente valorada hasta 2017 cuando saltó a la luz pública un fraude que involucraba a 17 oficiales por montos que ascendían a los CLP$ 8 mil millones.
Hasta ese caso conocido como el “Pacogate”, el apoyo a la institución alcanzaba el 77%. Luego, producto de la falta de transparencia en el manejo de las platas (dineros), cayó a 65%. Sin embargo, no fue ese el detonante del estrépito que rompió los lazos, sino el caso Catrillanca, producto del cual, se deterioró fuertemente la credibilidad de la institución.
Los niveles de desaprobación en 2018 alcanzaron récords históricos llegando al 52%, según Cadem. Aunque para muchos la investigación de la Fiscalía fue insuficiente, los protagonistas fueron sentenciados como debe suceder en un Estado de Derecho. Carlos Alarcón fue condenado por homicidio frustrado, junto a otros seis exfuncionarios de Carabineros y un abogado de la institución por obstruir la investigación.
No obstante, cabe preguntarse: ¿Es lógico que una institución con más de 50 mil miembros caiga en el total descrédito producto del actuar de 25 personas? ¿Cómo se explica la desafección de la ciudadanía que consideró a Carabineros un amigo en su camino durante los treinta (30) años demonizados por las juventudes comunistas hoy vestidas con el disfraz de Frente Amplio? La respuesta es simple: uso indiscriminado de los medios de comunicación en su desprestigio y sesgo ideológico en la investigación y el fallo de las causas judiciales vinculadas al actuar de los miembros de la institución. ¿Para qué?
Toda revolución para tener éxito requiere de una captura del Estado y un debilitamiento de las FFAA y de Orden pues, en clave gramsciana, protegen el pacto o hegemonía en que se funda el orden social. ¿Fue eso lo que sucedió en Chile? Inicialmente, parece conspiranoico el afirmar que hubo una campaña mediática de desprestigio que aprovecharon estas instancias para transformar al amigo carabinero en enemigo caricaturizado bajo los rótulos de la yuta y el paco.
Pero el rol de miembros del Gobierno durante la crisis del 18-O aclara las dudas, pues, tras la revelación pública de sus trinos, solo puede concluirse que Carabineros estuvo en el blanco político-ideológico de los octubristas que hoy nos gobiernan, defensores acérrimos de la Primera Línea (semejante al caso Colombia). Y no es de extrañar, puesto que es evidente que la dialéctica de la lucha de clases se trasladó a la lucha en las calles donde, según la versión venezolana de la revolución del socialismo del siglo XXI, el vándalo debe ser reconocido “como el constructor de un nuevo orden político social y un contribuyente de altura en el intento indetenible de superar el macabro mundo del imperio capitalista global” (Roland Denis, Rebelión en proceso, 2005).
Son estas las fuerzas que, en términos de Fernando Atria, lograron pasar bajo el radar del derecho y desmontar la capacidad de autodefensa del Estado. En lo que pocos reparamos los días de efervescencia octubrista fueron en los que esos vándalos pasaron a ocupar un lugar tan relevante en el quehacer político que no solo fueron bienvenidos con ovación en el ex Congreso Nacional, sino, además, protegidos por el juez Daniel Urrutia, elevados a la categoría de héroes por el humorista Stefan Kramer y catalogados de presos políticos por el actual Gobierno.
Al mismo tiempo, se inició la persecución judicial de Carabineros, mientras más de dos mil ochocientos (2.800) efectivos resultaban heridos por manifestantes violentos ante los cuales carecían ayer y hoy de la potestad para la autodefensa.
Hoy sabemos que el 80% de las denuncias eran falsas y que no hay política de reparación alguna para una parte de las víctimas del octubrismo, simplemente, porque vestían uniforme. Uno diría que esos eran los tiempos para apoyar al amigo del camino, maltratado, quemado y perseguido. Sin embargo, como la vida es injusta, sucedió exactamente lo contrario y, según la encuesta de Cadem de diciembre de 2019, tan solo un 35% de la ciudadanía apoyaba su gestión. ¿Cómo pudo producirse este distanciamiento? La respuesta se repite: sesgo ideológico en jueces y fiscales y publicidad desenfrenada.
En el contexto de descontento social y crisis es muy posible que los octubristas hayan creído que los lazos de amistad entre la ciudadanía y Carabineros se habían roto para siempre. Pero, del mismo modo que les sucedió con el Proyecto de Nueva Constitución, estaban equivocados.
El último estudio de la Cadem (Fuente AQUÍ) arroja las cifras de apoyo más altas desde que se realizan sus encuestas. La paradoja es que ello sucede en el marco de un deterioro radical de la seguridad del país.
En otras palabras, lo que la ciudadanía está haciendo con la institución es aquello a lo que el poder político se niega: darle respaldo para legitimar sus acciones frente al avance del crimen organizado y del narcoterrorismo. ¿En qué debiese de traducirse dicho respaldo? En una serie de medidas que van desde la protección jurídica, política y médica de Carabineros que hoy vuelve a contar con la amistad del ciudadano ahora consciente de que sin orden se derrumba la patria y, con ella, la libertad.
Botones de muestra hay muchos en nuestro barrio donde al Estado fallido lo reemplaza el Gobierno del crimen organizado. Es de esperar que los políticos cumplan con su rol de representantes de una ciudadanía que exige más atribuciones para la fuerza pública y que sean caja de resonancia de la denuncia de Nubia Vivanco sobre el sesgo que estaría afectando el actuar judicial al punto de poner en peligro la igualdad ante la ley y la subsistencia de un Estado de Derecho cuyas instituciones estarían promoviendo, con o sin intención, la idea de que un carabinero es un enemigo en nuestro camino.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile.