Chile tiene problemas graves y lo sabemos. Estamos a muy poco de perder nuestro “oasis latinoamericano”, aunque parece que no son muchos los que se dan cuenta.
Un caso representativo del deterioro moral e institucional que nos aqueja es la resolución de la magistrada Viviana García del Juzgado de Garantía de Temuco, de dar a conocer los nombres de cinco testigos con identidad reservada en el juicio oral en contra del líder de la CAM, Héctor Llaitul. Usted me dirá: “¡De orates!, no puede ser que los defensores de uno de los terroristas más poderosos del país se enteren, por orden judicial, de quiénes son los que dieron a conocer hechos que sirven para poner tras las rejas a un criminal que le ha declarado la guerra al Estado de Chile”. Increíble, pero cierto.
A pesar de que la Corte de Apelaciones acogió la acción judicial que suspendía la entrega de los nombres de los testigos protegidos, vale la pena detenerse en la resolución de la magistrada García para significarla políticamente y entender cuáles son sus repercusiones en el marco del rotundo éxito que ha tenido el crimen organizado en el país.
La primera señal para todos los habitantes de la macrozona sur es de prístina claridad: si usted colabora para esclarecer delitos vinculados al narcoterrorismo, no tendrá protección alguna de parte del Poder Judicial; tampoco su familia o amigos. ¿Consecuencia obvia? Nadie más se va a atrever a colaborar para frenar el narcoterrorismo.
En segundo plano, pero igual de relevante, los ciudadanos empezamos a creer que algunos magistrados están apoyando a los terroristas, vándalos, narcos y todo tipo de destructores de la paz y el orden. Esta creencia se ha instalado cada vez con mayor fuerza e involucra a personeros más conocidos como el juez Daniel Urrutia o la fiscal Ximena Chong, quienes destacan por usar la mano de la justicia en contra de las víctimas y/o a favor del victimario. Otra consecuencia importante es la sospecha de que en Tribunales y en la Fiscalía hay funcionarios que estarían siendo corrompidos o amenazados ¡Peor aún!, si dejamos avanzar la imaginación, es plausible la hipótesis de que funcionarios podrían ser parte de la organización del crimen que tan fácilmente desató sus amarras tras el 18-O.
Si al ejercicio imaginativo agregamos la experiencia de nuestro barrio –donde la narcopolítica suele ser el marco hermenéutico apropiado para entender a quienes gobiernan– podríamos llegar rápidamente a la conclusión, cierta o falsa, de que este Gobierno no pone mano dura e intenta, por todos los medios, neutralizar a las FF.AA. y de Orden, porque ha hecho una alianza con el crimen organizado.
La tesis no es nueva, aunque muchos no la compartan. En los EE.UU. se habla de halcones –gente dura que exige medidas contundentes en asuntos políticos– y palomas o, en chileno, “buenistas”. Sobre este punto nuestras palomas locales creen que todos los votos en contra de leyes que hubieran servido de freno al crimen organizado y al terrorismo, emitidos por los actuales gobernantes cuando eran parlamentarios, estaban inspirados en una quimera ideológica: el criminal es bueno, pero la sociedad lo corrompe. En otros términos, lo que las “palomas de la paz que conduce a la guerra” creen, es que los exparlamentarios no ganaban nada con su bancada pro-crimen. ¿Será posible tanta inocencia?
Seamos entonces como las palomas y compartamos esa fe en el ser humano. Ello, a pesar de que estamos hablando de políticos de inspiración comunista –la ideología más perversa que haya experimentado el ser humano junto a su hermana nacionalsocialista–. Creamos entonces que fueron y son sus ideales los que los llevan a desmantelar, en el ámbito legislativo, las posibilidades de Chile de defenderse del crimen organizado.
¿Cómo más entender las Reglas del Uso de la Fuerza que se están proponiendo o la disminución en las penas por el delito de asociación ilícita y la modificación a la Ley Orgánica de la Policía de Investigaciones de Chile, según la cual, las acciones de la PDI ya no estarán orientadas a la prevención del delito (salvo actos atentatorios contra la estabilidad de los organismos del Estado), sino únicamente a su investigación?
¡Vaya idealismo coherente y consistente! Ahora, incluso, tenemos a un ministro SEGPRES (Secretaría General de la Presidencia) examigo del alcalde de San Ramón. La relación de este último con el narcotráfico es archiconocida. Fue a partir de la dupla Elizalde/Aguilera que se comenzó a hablar de narco-socialismo en el país. Lo peor es que las aspiraciones presidenciales del nuevo ministro no son un secreto para nadie. ¿Era este un buen momento para que el expresidente del Senado llegara al Ministerio? Si la respuesta es afirmativa, no nos quedan esperanzas. A buen entendedor…
Finalmente, aunque no vayamos a tener acuerdo entre palomas y halcones en el diagnóstico de la crisis, sí podemos concordar en que nuestra institucionalidad tiene una falla telúrica de proporciones: el costo de hundir a Chile es cero.
Nadie en Aduanas responde por el uso de nuestros puertos para el tráfico de drogas, y nadie en Impuestos Internos explica cómo la riqueza ilegal aumenta sin ningún tipo de freno. El costo también es cero para los jueces activistas, gobernantes y legisladores que colaboran “sin querer queriendo” e inspirados en ideales superiores, con el crimen organizado.
Como en este punto creo que no habría desacuerdo, sería de toda lógica impulsar medidas que aumenten los costos institucionales penalizando la colaboración de las autoridades políticas con todo tipo de grupo o persona involucrada en crímenes y actividades ilícitas. De este modo podríamos desincentivar el avance del paraíso terrenal que los octubristas están construyendo en nuestro país.
NOTA:
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile.