Desde que soy una niña he escuchado que las palabras duelen tanto como un golpe en la cara, y que estas son armas con gran capacidad de hacer daño a aquel que las recibe, porque una vez las dices, ya no puedes tragarte lo dicho. Aunque hay un dicho muy cierto, y es que “no hay nadie más honesto que un niño y un borracho”, porque dicen la verdad, por más incómoda que pueda llegar a ser. La verdad es incómoda, las personas se ofenden y se enojan cuando les dices algo que preferían ignorar en su día a día: se enojan cuando te burlas con humor negro sobre determinadas o sus características físicas o culturales. La verdadera pregunta es: ¿Las personas tienen derecho a no ofenderse, a taparse los oídos y a no escuchar lo que les molesta? Si la respuesta a esta pregunta es “sí”, entonces debemos regular el lenguaje y evitar decir o hacer cosas que puedan ofender a alguien; pero si la respuesta es “no”, entonces todos deberíamos ser libres de decir lo que nos plazca con el riesgo de que alguien se pueda ofender. Mi generación, la “z”, es una generación que se ofende con todo, y por eso nos hemos ganado el apodo de “generación de Cristal”; nos lo merecemos. Sin embargo, el que seamos así se lo debemos a la generación anterior, a nuestros padres que queriéndolo o no, nos envolvieron en una especie de papel burbuja y evitaron, en la medida de lo posible, que se nos dijeran cosas que no nos gustaran convirtiéndonos en pequeños intolerantes, que crecieron y ahora prefieren sacrificar el derecho a la libre expresión que aprender a debatir y a intercambiar ideas con respeto. Los tolerantes realmente son los más intolerantes cuando se trata de escuchar ideas divergentes.
La libertad de expresión es un tema muy extenso que también ha sido, a lo largo de los años, ampliamente debatido, en especial sus límites y/o su falta de límites. El debate en torno a las limitaciones de la libertad de expresión es un tema que es pan de cada día, principalmente en redes sociales. Las redes sociales han liberado, o mejor dicho, ampliado en gran medida los límites de la libertad de expresión. Actualmente la gente puede publicar lo que quiera… o bueno eso creemos. Las políticas de “convivencia” de plataformas como Facebook, Instagram o Twitter (Ahora X), ponen límites a lo que se puede y no se puede compartir, y en cierta medida estoy de acuerdo con algunas de sus políticas, especialmente en cuanto a contenido ilícito. Pasa que estas limitaciones en las redes sociales se han comenzado a usar para censurar opiniones, posturas e ideologías políticas, que son contrarias al discurso hegemónico actual, que tiende a ser liberal-progresista o woke.
La cultura de la cancelación es un tema caliente en el siglo XXI, en el cual la generación actual se jacta de ser tolerante, de respetar todas las opiniones y sobre todo de tener leyes de libertad de expresión (free speech laws). No obstante, es muy diferente tener leyes que supuestamente garantizan el derecho a la libertad de expresión, a tener una cultura de la libertad de expresión (free speech culture); en este caso tenemos una cultura de “cancelar lo que me ofende” (imagen de más arriba), o piensas como yo o te callas. Por el contrario, tener una cultura de la libertad de expresión es aceptarla sin límites: es una cultura donde hasta un nazi podría hablar para expresar su pensamiento e ideología. Muchos pensaran “pero eso significa que la gente se volverá violenta; debe haber límites porque las palabras hieren y ofenden”, y sí, es verdad, aunque en mi opinión nadie tiene derecho a “no ser ofendido” (https://vm.tiktok.com/ZMjpDKAyT/).
A pesar de que en teoría nadie tiene “derecho” a no ser ofendido, la percepción actual con respecto a este tema de libertad de expresión es que los individuos efectivamente tienen derecho a no ser ofendidos, y a razón de esto, las redes sociales, las universidades, los políticos, las leyes, entre otros, se han encargado de envolver con papel burbuja todo lo que pueda llegar a ser ofensivo o que “suene” ofensivo, o como se conoce comúnmente, hay que cancelar y censurar “el discurso políticamente incorrecto”, principalmente conocido como “el discurso de odio”. El mal llamado discurso de odio es un tipo de sermón en el cual se incita o se promueven prejuicios estigmatizados, fomentando así el odio contra individuos que pertenecen a ciertos grupos históricamente discriminados, como lo serían las mujeres, la comunidad LGBTIQ+, las personas negras y las indígenas, por mencionar algunos. Esta definición suena muy bonita; suena muy bonito el querer evitar que se expandan los prejuicios, el evitar el odio contra ciertos grupos sociales, el problema es que cancelar o censurar este “discurso de odio” realmente no cambia nada en el mundo real: solo es una bonita ilusión.
En un mundo donde la censura del discurso de odio en realidad ayuda a evitar la estigmatización de estos grupos sociales, dicha bonita ilusión se estrella duro cuando se percata de que a la mayoría de las personas (independientemente de su postura política) les gusta contenido cargado de prejuicios y estereotipos racistas, sexistas, xenófobos, y demás, como suele ser el humor negro. La realidad del mundo y de la vida es que las personas siempre han tenido prejuicios contra todo tipo de grupos, no solo contra los “históricamente discriminados”; el humor negro tiene chistes para todos y solo nos gusta (en una considerable parte de los casos) cuando el chiste no se mete con nosotros. A mi parecer usted se puede ofender con un comentario, con una opinión política, con un chiste, se puede ofender con lo que quiera, pero el hecho de que a usted le ofenda no le da el derecho de mandar a callar a nadie.
En mi generación las personas se ofenden, gritan y hacen drama por decir cosas como que, básicamente, “solo existen dos sexos”. Esto no se trata de hacer comentarios directamente ofensivos e insultantes hacia los individuos: esto ahora se convirtió en que cualquier cosa que ofenda los sentimientos de alguien, entonces se le llama discurso de odio, y por lo tanto, Papá Estado tiene que entrar a proteger, o mejor dicho, limitar lo que las personas dicen. Para retomar el ejemplo anterior, como decir que solo existen dos sexos es “ofensivo y violento” contra las personas trans y no-binarias, entonces no lo puedes decir, no lo puedes transmitir y tampoco lo puedes cuestionar, lo que resulta bastante peligroso.
Lo más preocupante de todo este asunto es la normalización de la censura: el normalizar que está bien mandar a callar a alguien cuando dice cosas con las cuales te puedes ofender. En el documental No Safe Spaces (2019), se hace un recorrido por distintas universidades de los Estados Unidos, el “país de la libertad”, un país en el que los estudiantes de prestigiosas universidades como Harvard, Yale o Columbia, están dispuestos a sacrificar su derecho a la libertad de expresión con tal de no enfrentar y/o escuchar posturas políticas que les puedan parecer ofensivas. Esto no solo es triste, sino extremadamente preocupante, porque en mi opinión, hoy por hoy, este fenómeno de la censura es algo que se ha extendido por Europa y América Latina hasta el punto de que la libertad de cátedra se ha visto limitada; ahora los centros académicos donde se supone que debe haber debate de ideas, donde el pensamiento debería ser “universal”, son los primeros en perseguir, adoctrinar y censurar a todo profesor, estudiante o administrativo que rompa con el discurso hegemónico.
Para finalizar, desde mi perspectiva si todo el mundo se ofende, entonces ya nadie puede decir nada, porque priorizamos como sociedad algo tan subjetivo como mi forma de exteriorizar lo que siento. Esto es peligroso para la libertad de expresión, y es peligroso para la formación de pensamiento y para el surgimiento de nuevas ideas, puesto que las ideas se debaten y se discuten, no se censuran. Para resaltar este punto me permito citar una de mis frases favoritas del profesor Jordan B. Peterson: “In order to be able to think, you have to risk being offensive”, la cual traduce lo siguiente: “Cuando piensas por ti mismo, corres el riesgo de ser ofensivo”; esto quiere decir que, y a modo de conclusión, es imposible no ofender a nadie, y la única manera de generar conocimiento y de pensar críticamente es arriesgarse a ofender a alguien, bien sea de izquierda, derecha, centro o de la corriente política e ideológica que sea. Debemos evitar a toda costa seguir envolviéndonos en papel burbuja y aprender a debatir las ideas que, aunque puedan ser ofensivas, es un proceso necesario para seguir construyendo una sociedad sana.