NOTA DEL AUTOR:

Leí estas palabras el 26 de noviembre de 2023, en el marco del encuentro organizado por el Movimiento Libertario (en adelante ML) en Bogotá. Salvo las obvias distancias temporales y unos saludos protocolarios, además de la inserción de algunos enlaces, no hice mayores cambios para esta edición. Sea esta la oportunidad para reiterar mi más profundo agradecimiento a Juan Ángel, director del ML, por su interés en ampliar la difusión de voces que, incluso desde la crítica a cierto discurso que busca la hegemonía dentro del libertarismo colombiano, están comprometidas con la defensa de la libertad.

El triunfo de Javier Milei el pasado 19 de noviembre fue la mayor victoria, el mayor reto y el mayor riesgo que hayan tenido las ideas y los movimientos defensores de la libertad, no solamente en Argentina, sino en Latinoamérica y en el mundo. Personalmente, muchas cosas de Milei no me gustan, sobre todo sus formas. Siento, como lo escribí a principios de 2023 en este artículo para El Bastión, que puede caer en lo que llamé “homeopatía política” o, más coloquialmente, combatir fuego con fuego. Basta ver cómo ha jugado hábilmente con la división amigo-enemigo, propia del populismo. Pero son esas formas populistas y “de calle”, como dirían por ahí, combinadas con la desmesura propia de la cultura del país, su proclividad a la creación de cultos a la personalidad, un hastío por la clase política argentina que explotó durante la pandemia del COVID-19, y la capacidad de Milei de unir a millones de tendencias opuestas al peronismo, las que le permitieron llegar a la Casa Rosada.

Digo que la victoria de Milei es un reto para quienes defendemos la libertad porque de sus resultados y su eficacia dependerá el éxito de la difusión y adopción de esas ideas en un futuro no muy lejano. Tan pronto se confirmó la victoria de Milei, muchos medios latinoamericanos empezaron a preguntarse quién era el émulo del presidente electo en sus países. Esa pregunta encierra uno de los problemas más grandes de Latinoamérica como una cultura primordialmente hispanizada: al carecer de responsabilidad individual (incluso, en nuestro idioma carecemos de la palabra y de la idea que encierra accountability como palabra), siempre estamos buscando ese caudillo que nos lleve por el camino adecuado. Desde 1990, cuando un desconocido ingeniero agrónomo, Alberto Fujimori, le ganó al futuro premio Nobel Mario Vargas Llosa las elecciones presidenciales, la región ha tenido un renacer del caudillismo que se había fundido en medio de la guerra fría. Una búsqueda de líder/padre/rey/semidiós que bien ilustró Carlos Granés en Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina (TAURUS, 2022) y que se traslada a las artes y a los palacios presidenciales de nuestro continente.

Por último, digo que es un riesgo porque pone en la lupa todos los movimientos que se hagan para la defensa de la libertad, todas las acciones pasadas y presentes. En tiempos de redes sociales, de escraches, de guanúmenes e hyperconectados, la sutileza en los movimientos y el cuidado en las formas son vitales. Aún hoy, al hablar de algunos autores determinantes para entender la libertad, nos recuerdan el vínculo que tuvieron con las dictaduras del Cono Sur y ni siquiera los matices y las disculpas que esos autores dieron poco tiempo después bastan para deshacer esa percepción en las personas a las que queremos llegar.

Entonces, ¿qué diablos hace la palabra libertad metida con el caudillismo? ¿No son antítesis? Una de las justificaciones que se da a este pacto con el diablo es que permite sacudir las élites. Se escudan muchos, sobre todo, en el famoso artículo de Murray Rothbard donde sugiere que el populismo de derecha es la mejor opción para buscar la libertad. Un artículo donde Rothbard, en plena contienda electoral de 1992, llama a olvidar los pecados pasados de un candidato a la gobernación de Luisiana porque hablaba de “bajar impuestos, desmantelar la burocracia, reducir el sistema de bienestar y atacar la acción afirmativa”. Un candidato que, según Rothbard, era atacado por ser un populista de derecha anti-establecimiento. El nombre de ese candidato era David Duke. Quienes hayan visto El infiltrado del KKKlan de Spike Lee sabrán de quién les hablo: del líder del Ku Klux Klan (KKK). Una persona que no ha dejado, treinta (30) años después del artículo de Rothbard que llamaba a imitar su modelo (y el de otro personaje que “llegaba a las masas para hacerle corto circuito a las élites”, un tal Joseph McCarthy), de abrazar las teorías racistas, antisemitas y supremacistas más repugnantes del siglo XX.

Al leer ese texto horrorizado, me pregunté si esa situación continuaba. Lamentablemente, la respuesta es afirmativa. Hace un tiempo, incluso, un texto demasiado parecido al de Rothbard propuso el populismo de derecha como alternativa en Colombia, terminando con la sugerencia nada sutil de que “quien entienda esto en Colombia será el próximo –o la próxima, con un guiño de ojo– presidente del país”.

Ese es El Pacto Fáustico con el que denomino estas reflexiones sueltas. Para quienes no lo recuerden, el mito de Fausto consiste, en pocas palabras, en un hombre insatisfecho que vende su alma al diablo a cambio de poder, amor, talentos y riquezas. Ha sido una historia común a las artes durante siglos: desde Goethe y Oscar Wilde hasta La sirenita de Disney y el músico de blues Robert Johnson. En este momento, me temo, estamos vendiéndole las ideas de la libertad a extremistas a cambio de una efímera vocación de poder.

¿Por qué se da esto? Creo que se debe al sentido de urgencia mal orientado. Ante la llegada de una amenaza a las libertades, se busca el remedio más cercano. Lo vivimos en Colombia con Rodolfo Hernández, lo vive México buscando un competidor contra Claudia Sheinbaum y MORENA, lo vivió Chile con José Antonio Kast frente al merluzo Gabriel Boric. Pero lo mismo ocurrió del otro lado: la escritora turca Ece Temelkuran recuerda, en su instructivo Cómo perder un país: Los siete pasos de la democracia a la dictadura, a las mujeres que llamaba “preocupadas comadres laicas” que recorrían las calles de Estambul y los pueblos de Anatolia para advertir cómo Recep Tayyip Erdoğan era la solución ante las corruptas élites occidentalizadas (una de ellas era su propia madre, quien luego se vería decepcionada por un proto-dictador).

Se entiende la razón de la urgencia, pero ante la premura del corto plazo olvidamos lo que puede significar ese remedio rápido. Hernández, vendiéndose como outsider, terminó tirando la casi segura victoria en segunda vuelta a la basura. Kast galvanizó a buena parte del centro político chileno alrededor de Boric. La llegada de Vox activó la nefasta alianza del PSOE con los movimientos independentistas vascos y catalanes (estos últimos, como se reveló en febrero de 2004, con el mismo patrón ruso que Vox). Y así sucesivamente. Cuando hay urgencia, los caudillos se venden como “la única solución” y como un “cambio”, absoluto y radical, frente a una situación difícil.

De ahí que recuerde el único producto literario auténticamente latinoamericano: la novela de dictadura. Somos un continente atravesado por caudillos de izquierda y de derecha, como dije anteriormente. Todo líder político tiene el potencial y los áulicos para construir a su alrededor un culto a la personalidad que merezca los estudios, ya no de la ciencia política, sino de la teología. Con una población proclive, por su herencia católica e hispana, a buscar ese “proto-padre” que satisfaga todas sus necesidades, el caudillismo funciona en nuestros países y se reproduce en todas las escalas: desde el empresaurio que combina su poder omnímodo con un deseo de verse como un padre redentor y con velas puestas a Dios y al diablo, pasando por los gamonales locales, hasta los presidentes y candidatos presidenciales. Incluso, el no seguir al líder de turno lleva a que algunos duden de las “credenciales” y caigan en los medidores de “libertad” que tienen, sobre todo los más fanatizados en las redes. Al comentar que Milei no me gustaba, un tuitero bastante conocido en estos círculos me dijo que “esperaba que pudiera ser un liberal clásico”, asumiendo que mi rechazo a las formas de Milei era sinónimo de un rechazo a las ideas de la libertad. Esa actitud, lejos de ser única, se ha vuelto común en nuestros entornos, y es la antítesis a lo que buscamos al defender que cada quien haga su proyecto de vida sin coerción de otros.

Entonces, ¿qué debemos hacer? Algunos llamados son los siguientes:

1. Preocupémonos por “vulgarizar”, en el mejor sentido de la palabra, la defensa de la libertad

En 2022 tuve la oportunidad de educar en la libertad a más de dieciocho mil (18.000) colombianos, recorriendo cuatro (4) departamentos y más de quince (15) empresas de todos los tamaños. Quisiera contarles un par de anécdotas de esos viajes. En uno de los tantos cultivos de flores que rodean la Sabana de Bogotá, tuve la oportunidad de hablar con los operarios que llegaban de toda la región y, como siempre, les preguntaba sobre su definición de libertad. Uno, muy joven, dijo que “la libertad era poder decir las cosas sin que le sacaran los ojos”. Inmediatamente, otro operario joven lo calló y, con un claro acento venezolano, le dijo que oyera con cuidado la charla, ya que eso mismo lo vivió en su país. Al final de la charla, no pude evitar mirar al migrante: sus ojos estaban encharcados.

En otro cultivo, después de mi charla y mientras comía un desayuno campesino, me fijé en un aviso al lado del lavamanos del casino. Era de Wal-Mart, e indicaba los pasos a seguir en caso de acoso sexual, incluyendo una línea gratuita en español donde ellas podían denunciar anónimamente situaciones adversas a su bienestar. Al hablar con algunas operarias, las más veteranas del cultivo, me contaron que antes ellas estaban sometidas a los capataces, quienes negociaban todo tipo de condiciones laborales a cambio de favores sexuales y gozaban de impunidad. Con el TLC con los Estados Unidos, la situación dio un giro de 180 grados. Ante cualquier situación adversa, ya no padecían con los oídos sordos de los departamentos de recursos humanos. Podían denunciar a Wal-Mart (o a TargetCostco o Publix) y la compañía lidiaba directamente con Estados Unidos. Poco a poco, y gracias al libre comercio, se redujeron los casos de acoso sexual. También se formalizaron los empleos y mejoraron las condiciones de trabajo.

Desde entonces, involucré esas historias –comunes en buena parte de los cultivos de flores– cuando hablaba con los operarios. Muchas veces una persona no va a entender los detalles más técnicos de un tratado de libre comercio o las complejidades filosóficas de las discusiones sobre las ideas de la libertad. Pero sí entienden la historia que viven día a día. La Colombia profunda no es hablar como en una plaza de mercado, como creen algunos. Es saber qué piensa y qué vive ese colombiano en la vida diaria.

2. Que el lenguaje cercano no impida el rigor

Noto con preocupación cómo el mundo desdeña al intelectual. Entiendo muchas veces por qué lo hace: la mayoría de las universidades se han vuelto fábricas de aquellos a los que el filósofo francés Julien Benda llamaba hace cien (100) años clercs (clérigos o “escribas medievales”): académicos, divulgadores, periodistas, moralistas, opinadores expertos, pundits, pontífices de toda laya. Pero, y eso lo advierte Benda, esos clercs empezaron a operar políticamente para construir “la edad de la organización intelectual de los odios políticos”. Así fue hace un siglo y, como lo advierten autores como Anne Applebaum y Yascha Mounk, está sucediendo hoy en día. Por ello, dejamos de oír al intelectual que, si bien se puede oponer a lo que pensamos, puede darnos pistas para entender lo que vivimos.

Asimismo, la academia se ha olvidado del mundo real y se ha dedicado a construir una altísima y peligrosa torre de marfil. Es lamentable que Real Peer Review, la divertida cuenta de X (Twitter) que recolectaba algunos de los más hilarantes, descabellados e inútiles artículos de revistas académicas, haya desaparecido. Menos mal quedan las magistrales bromas de Alan Sokal en 1996 y de James A. Lindsay (perdido hoy en el trumpismo más conspiranoico), Helen Pluckrose y Peter Boghossian en 2018 para demostrar cómo la academia se quedó en reflexiones inútiles y dejó de preocuparse por la vida cotidiana.

En ese sentido, hemos olvidado la importancia de los divulgadores para defender las ideas de la libertad. Mientras algunos los descartan porque no tienen el cartón que los certifica como filósofos, economistas o doctores, vemos cómo la divulgación exitosa puede tener consecuencias positivas en las vidas de muchos, como lo logró en 2021 un Space de X (Twitter) que explicaba en lenguaje –aún más– sencillo Economía básica: Un manual de economía escrito desde el sentido común de Thomas Sowell. Pero vamos más allá: promovamos divulgadores de las ideas de la libertad más allá de la economía. Antes de ser presidente, Milei ya había ganado por su condición de divulgador. Puso a todo el país a hablar de libertad, un logro nada menor en un país llevado por el colectivismo como Argentina. Luego, su presidencia generó el mismo efecto en el continente. Tanto, que ha desnudado la ignorancia de muchos de esos clercs con respecto a las ideas de la libertad: basta leer un artículo de El País sobre el movimiento libertario en Colombia para ver cómo un reconocido profesor de una universidad bogotana se enreda ante la situación y la lectura que hace de la recepción de estas ideas en nuestro país.

Usemos el arsenal de voces que tenemos. Si es preciso, especialicémonos. ¿Dónde están las voces que se pronuncien frente a la reforma laboral o la reforma a la salud? ¿A lo que viene en educación o servicios públicos? ¿Al uso de desinformación pagada con nuestro dinero para desacreditar a quienes critican al caudillo? La cosecha puede ser mucha, si sabemos cómo llegar a ella. Pero tenemos que saber usar nuestras armas.

3. Evitemos la conspiranoia y el supremacismo

Es lamentable ver cómo se divulgan y toman asidero, con la excusa de la libertad, las peores teorías de conspiración y los supremacismos más ridículos y menos asentados en la realidad. Duele ver a supuestos “libertarios” aprovechando el nombre del letrero para vender remedios falsos a sus seguidores, acercándose a QAnon y a supuestas “agendas 2030”, o sugiriendo aparentes “leyendas negras” para reivindicar el supremacismo de este o aquel grupo nacional, étnico o racial.

En ese sentido, creo que la defensa de la libertad debe ir de la mano con la defensa de la ciencia. Es apenas obvio que la ciencia ha estado politizada durante décadas, pero el discurso científico tiene la capacidad para corregir sus errores e irse perfeccionando. Lo contrario, sería ridiculizar nuestra voz y volvernos poco menos que el Indio Amazónico o cualquier supuesto astrólogo.


Cuando Silvio Berlusconi llegó al poder en Italia, prefigurando todos los caudillos que vivimos hoy en día, uno de sus grandes opositores fue el historiador y periodista Indro Montanelli. Paradójicamente, desde el periódico donde escribía, Il Giornale –que, para más señas, era propiedad de Berlusconi–, Montanelli había hablado durante décadas de muchos de los planteamientos que el millonario italiano hizo en campaña: la lucha contra las izquierdas, la defensa del libre mercado, el cuidado con la justicia politizada. Pero las formas de Berlusconi, “groseras” en su opinión (y corruptas, como nos demostraría el tiempo), espantaban a Montanelli. Él prefería, al final de su vida, decantarse hacia una derecha sobria, culta, escéptica. Y ese es mi llamado final: el escepticismo y la indagación sobre todo discurso que reivindique nuestras ideas, más aún si viene de políticos tradicionales.

El oportunismo hacia la libertad ya ha llegado: basta pensar en el matrimonio que tiene un pie en las negociaciones con el ELN y otro pie en la vocinglera oposición a Petro, o en el delfín que no tradujo sus floridos Spaces o sus hilarantes videos a votos en campaña. Advierto, vendrán más. Indagar a esos políticos que hablen de esos temas, sobre todo sin conocimientos técnicos al respecto, será la mejor opción para conservar la integridad de nuestras ideas sin perder vocación de poder. La única opción para no venderle el alma al diablo y volvernos todo eso que decimos combatir.

NOTA:

SOBRE LA OBRA EN LA IMAGEN DESTACADA: Fortuny y Marsal, M. (1866). Fantasía sobre Fausto [Óleo sobre lienzo]. Museo Nacional del Prado, Madrid España. https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/fantasia-sobre-fausto/5421e717-559f-4d20-9ef9-e77868b20b4d.

Andrés Sánchez
Andrés Sánchez

Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, con estudios de maestría en Estudios Culturales de la misma universidad y en Dirección de Comunicación Corporativa de la Universidad de Barcelona. Cuenta con más de diecinueve (19) años de experiencia como docente en comunicación, democracia y libertad a nivel escolar, universitario y empresarial.

Es además, autor de artículos sobre literatura colombiana y neerlandesa publicados en Colombia, Chile y España.

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