Parece ser destino de la libertad individual en nuestro tiempo que sea defendida por economistas, más bien que por juristas o científicos de la política.

– Bruno Leoni.

En estos tiempos, la libertad, indudablemente, ha pasado a un segundo o tercer plano. Ya no resulta prioritaria en la agenda política ni en el esquema jurídico de nuestros países. Prueba de ello es la proliferación de regulaciones que restringen las libertades individuales y la ausencia de una defensa contundente desde el Derecho y la teoría política; basta con abrir las primeras páginas de nuestras Constituciones para saber que el resto de esos textos van a ser una variedad de reglas que nos dicen cómo podemos vivir y cuánto debemos pagar por ello. Existen pocos, si es que alguno, juristas que defiendan el concepto de la libertad con un enfoque coherente y estructurado, que se opongan activamente a su vulneración y promulguen la ausencia de coacción estatal. En el campo de la ciencia política, la situación es aún más preocupante; la mayoría de los científicos políticos parecen estar al servicio de modelos estatistas o colectivistas, mientras que los “políticos”, en su afán de alcanzar posiciones de poder, privilegian sus intereses personales sin considerar cuántos proyectos de vida de los individuos interfieren o perjudican en el proceso.

Estamos conscientes que este panorama nos resulta desalentador, incluso aún más grave que el que enfrentaron pensadores como Ludwig von Mises o Friedrich Hayek. Hoy por hoy, la defensa de la libertad recae casi exclusivamente en ciertos economistas, y tal vez un poco más de áreas del saber. Antes de la irrupción de Javier Milei en la política argentina, era impensable que un presidente de una nación se autodeterminara abiertamente como liberal o libertario. Independientemente de las críticas que puedan hacérsele, Milei ha logrado difundir con éxito las ideas de la libertad y “hacerlas parcialmente famosas”, lo que constituye un primer paso crucial para instalar una agenda pro-libertad a nivel global. La batalla intelectual y discursiva es fundamental, pues en la actualidad resulta extremadamente difícil siquiera manifestar un rechazo contundente al colectivismo y su asistencialismo. La hegemonía de estas ideas ha calado tan profundamente que muchos consideran que no hay alternativa viable fuera del colectivismo, y quienes se atreven a criticarlo, son vistos como extremistas y tachados de echar mano de ideologías totalitarias como el fascismo o el nazismo, algo muy curioso proviniendo de referentes colectivistas, que deja en entrevisto su poco conocimiento sobre ello. Este fenómeno también nos explica por qué contemplamos tan pocos juristas o estudiosos del Derecho defendiendo la libertad.

No obstante, la libertad no es solo un concepto económico o político, sino también –y, probablemente, por encima de todo– un concepto legal, pues implica un complejo entramado de consecuencias jurídicas. La pregunta que surge, entonces, es: ¿por qué los juristas han dejado de defender la libertad? Es evidente que las ideas de la libertad aún no están de moda. Siguen dominando las narrativas colectivistas, lo que plantea la cuestión fundamental: ¿cómo logramos hacer famosas dichas ideas en el ámbito jurídico y político? Me atrevería a sostener que la batalla intelectual más intensa debe darse en las ciencias sociales, especialmente en el Derecho y la ciencia política.

Si analizamos la estructura de poder en nuestras sociedades, veremos que los jueces y los políticos desempeñan un rol fundamental o principal en la configuración del orden jurídico y político. Aunque los economistas juegan un papel relevante en el análisis y diseño de políticas económicas, su influencia en la toma de decisiones es secundaria en comparación con la de los operadores jurídicos y los responsables del aparato estatal. No se trata de excluir la participación de economistas en la configuración del debate público, sino de reconocer que su impacto es limitado en un contexto donde el colectivismo sigue siendo la doctrina dominante. Su enfoque basado en cifras y datos choca con una realidad en la que el “relato” político ha desplazado al “dato” económico. De ahí que la lucha por la libertad deba centrarse con mayor intensidad en el ámbito jurídico y político.

Imaginemos un escenario en el que el sector judicial estuviera controlado por jueces con una visión liberal clásica o libertaria. Cada una de sus sentencias estaría alineada con la defensa de la libertad y la igualdad formal, garantizando decisiones justas, celeridad procesal y el respeto irrestricto a los proyectos de vida de los ciudadanos. Un poder judicial independiente y comprometido con la libertad podría, incluso en solitario, frenar los excesos del poder político. Tribunales y cortes que impartan justicia desde un enfoque de respeto a la autonomía individual constituirían un dique de contención contra los intentos de totalitarismo del Ejecutivo y el Legislativo. Sin duda alguna, incluso me atrevo a afirmar, este es el camino que debemos seguir. Hoy en día, sin embargo, el sector judicial ha sido cooptado por el colectivismo, lo que ha permitido que su agenda se expanda a todos los ámbitos de la sociedad.

El socialismo del siglo XX no ha desaparecido, simplemente ha mutado, adaptándose a nuevas luchas y narrativas para seguir avanzando. Lo evidenciamos en nuestro diario vivir. Basta con ver la agenda del gobierno en los colegios y en las universidades; cualquier política pública que se promulga por el Estado lleva algo de socialismo.

La cuestión que nos atañe ahora, entonces, es: ¿cuál es la estrategia para posicionar las ideas de la libertad en el Derecho y la ciencia política? La clave radica en una agenda de difusión bien estructurada, que no se limite a discursos teóricos, sino que logre permear las instituciones académicas y los espacios de formación de juristas y científicos políticos. Esto implica la incorporación de perspectivas liberales/libertarias en la interpretación judicial, en los debates legislativos y en la academia. Necesitamos generar contenido accesible y argumentativamente sólido, capaz de llegar a todos los estratos sociales y de explicar con claridad por qué la libertad es un valor irrenunciable que debe ser defendido incluso con la vida. Si logramos esto, podremos cambiar el rumbo del debate público y revertir la hegemonía del colectivismo.

La batalla por la libertad no es solo una discusión económica, sino una lucha política y jurídica. Es en estos espacios donde debemos enfocar nuestros esfuerzos, pues solo ganando estas trincheras podremos abrir verdaderamente el camino hacia la libertad. La narrativa debe trascender la simple defensa del libre mercado y adentrarse en la construcción de un marco legal y político que garantice, de manera irrefutable, la primacía del individuo sobre el Estado.

Si logramos que el discurso de la libertad imbuya en la academia, en la jurisprudencia y en la política, habremos cambiado las reglas del juego y podremos cumplir nuestra misión No solo se trata de convencer con argumentos económicos sobre la superioridad del capitalismo de libre mercado, sino de lograr que la demanda de libertad se imponga en la sociedad como la única opción viable. Como en cualquier mercado, cuando la oferta de un bien es constante y la demanda crece, su valor se dispara. Así debe suceder con la libertad: si logramos que la ciudadanía exija su derecho inalienable a vivir sin interferencias ni coerción, entonces los políticos, obligados por la dinámica del mercado de votos, se verán forzados a responder a esa demanda. Quienes no lo hagan quedarán relegados al ostracismo político, pues nadie querrá elegir a quien no garantice su libertad. Al cambiar el eje del debate, cada conversación sobre las decisiones de determinado funcionario del Estado –sin importar la rama del poder a la cual pertenezca– deberá girar en torno a un principio fundamental: si esas decisiones reducen o no la libertad de los individuos en sociedad.

Como bien argumentó Ayn Rand, el capitalismo ideal aún no ha sido alcanzado. No porque sea utópico, sino porque ha sido saboteado por quienes han hecho de la dependencia al Estado un negocio rentable. Nuestra lucha debe centrarse en desenmascarar a estos mercaderes del control estatal y en recordar a cada individuo que su destino no está en manos de burócratas ni de políticos, sino en su propia capacidad de crear, de innovar, de trabajar y de forjar su propio camino. Debemos hacer nuestras ideas tan populares, tan arraigadas en el debate público, que cualquier otra posición se vuelva indefendible. La única forma de vencer el colectivismo es desplazándolo con una demanda social imparable por la libertad. Solo cuando cada persona, sin importar su raza, género o condición socioeconómica, entienda que su mayor tesoro es su autonomía y que esta debe defenderse hasta con su vida, habremos cambiado el rumbo de la historia.

El único camino al éxito de nuestras naciones es el camino de la libertad, mismo que nos ha demostrado con el pasar de la historia lo capaces que somos los seres humanos cuando actuamos en libertad. No existe otra solución. Se debe tratar solo de liberar el potencial de los individuos. De esta forma alcanzaremos niveles elevados de progreso y riqueza que traerán mejores oportunidades para cada integrante de una nación.

¡Libera tu potencial, libera el mundo!

NOTA:

SOBRE LA OBRA PRINCIPAL EN LA IMAGEN DESTACADA: Biard, F. A. (1849). La abolición de la esclavitud en las colonias francesas en 1848 (L’Abolition de l’esclavage dans les colonies françaises en 1848) [Óleo sobre lienzo]. Palacio de Versalles (Château de Versailles), Versalles Francia. https://en.chateauversailles.fr/.

Cristian Romero
Cristian Romero

Abogado de la UCMC (Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca). Investigador jurídico y candidato a magister en Derecho Penal. Coordinador Nacional de Estudiantes por la Libertad Colombia (SFL Colombia). Docente en la Fundación de Educación Superior Alberto Merani. Escritor y conferencista, especialmente, en los ámbitos político, filosófico y socioeconómico.

Activista por la vida, la libertad y la propiedad privada.

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