La historia de la política ecuatoriana tiene una innumerable lista de personajes que han trascendido, no solo para los libros, sino también para la justicia, además en la forma cómo piensan los ciudadanos y del camino que siguió el país cuando estuvieron en el poder, desarrollando corrientes a la sombra de determinados caudillos. Algunas de ellas se mantienen aún muy vigentes.
El Ecuador ha atravesado a lo largo del siglo XX, y lo que va del XXI, por distintos movimientos políticos como el velasquismo, el roldosismo y, en años más recientes, el correísmo, corriente derivada de su principal figura, Rafael Correa Delgado, quien ejerció la presidencia entre 2007 y 2017. Su paso por el poder dejó una huella honda en la sociedad ecuatoriana, al punto de que el escenario electoral se configura, hoy por hoy, como una disputa entre “correísmo” y “anti-correísmo”.
Más allá de las pasiones que esta polarización despierta, resulta pertinente formular una pregunta de fondo: ¿por qué seguimos discutiendo sobre este personaje, líder de la llamada “Revolución Ciudadana”? Si bien ocupó la presidencia, insistir en su protagonismo implica ignorar el peso de sus acciones, entre las que se cuentan casos de corrupción (comprobados en juicios y sentencias), el manejo deficiente de la política económica, la cooptación de instituciones del Estado, la agudización de fracturas sociales, la restricción a la libertad de expresión y una estrategia sistemática –desde su movimiento político– para perpetuarse en el poder subordinando la institucionalidad ecuatoriana a sus intereses, como lo evidenció el Caso Liga2.
Probablemente, mencionarlo genera atracción en ciertos grupos a favor y en contra, siendo explotable su imagen en función de quien la use. Pero ¿hasta cuándo se va a hacer? Tales personajes y las oscuras páginas de la historia que representan deben quedar atrás, y dar espacio a nuevos cuadros –incluso desde su movimiento– fundamentados en una verdadera ideología que se base en principios y en doctrinas, y no en los intereses de un caudillo de turno.
Esperemos se llegue el día que lo dejemos atrás, pero empecemos por nosotros. ¡Ya no lo mencionemos! Ni en nuestras conversaciones como ciudadanos, ni que nuestros dignatarios lo incluyan en sus discursos. Viremos la página y vamos hacia adelante, escribiendo una nueva historia.