Si la elección de los “personajes del año” suele ser uno de los grandes clichés de diciembre junto a las tradiciones populares, las comidas abundantes y las predicciones de “maestros” expertos en “ciencias ocultas”, pensar en los posibles personajes que influirán en 2023 es un ejercicio más difícil y, por ello, menos popular. Más allá de elegir a los Lulas, Petros y Boric que verán su gobernabilidad retada en 2023 (basta percatarse del ataque terrorista del 8 de enero en Brasilia), me quiero decantar por Javier Milei como un personaje determinante para América Latina en 2023. Con su cabello desordenado, su enorme perro Conan, un magistral manejo de redes sociales y un lenguaje cercano al público, el argentino ha logrado bajar a niveles básicos la muchas veces inentendible y cerrada discusión sobre las ideas de la libertad económica. Sin embargo, él representa, sobre todo, el miedo del latinoamericano al retorno de la marea rosa.
Los grandes investigadores sobre dimensiones culturales e inteligencia cultural (Geert Hofstede, Erin Meyer, Edward T. Hall) han demostrado cómo una de las características más importantes de las sociedades latinoamericanas es el cortoplacismo. De ahí que se reaccione de forma tardía y poco contundente a las amenazas u oportunidades que vienen a esta región alejada de los centros de gravedad del mundo. Pocos ejemplos son tan claros como el pánico que generó la aparición de personajes como el dictador derrocado Pedro Castillo en Perú, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. Se pensó, y muchos lo decían en los cafés y las conversaciones de oficina, que el establecimiento sería lo suficientemente fuerte para detener al populismo de izquierda. No obstante, el avance fue muy fuerte (la Plaza Baquedano de Santiago y el demolido Monumento a Los Héroes en Bogotá lo demuestran), y cuando se tomaron medidas desde distintos sectores de la sociedad, la marea era difícil de detener.
Es en esos momentos difíciles cuando aparecen los mesías. Un Milei se alzó en la Argentina de Fernández (Alberto) y Fernández (Cristina): esa Argentina que no ha dejado de padecer la enfermedad del populismo que le inoculó hace tres cuartos de siglo Juan Domingo Perón, y decidió voltear el signo ideológico, mas no el culto a la personalidad ni las señas populistas: en un gesto que Andrés Manuel López Obrador habría aplaudido, Milei sortea su salario como diputado cada mes. También saca lo más florido de su lenguaje; pero no para los peronistas, sino para la “derechita cobarde” que no es lo suficientemente extremista o combativa para su gusto. Convierte “la casta” en ese hombre de paja que encarna todo el mal, como si imitara a Pablo Iglesias y a Íñigo Errejón en las aulas de la Complutense. Y además aparece en estampitas como un Jesús iluminado por el “espíritu santo” de Donald Trump.
Parafraseando a David Bowie, Milei “ha estado extinguiendo el fuego con gasolina”. Combate el populismo con más populismo, como si no hubiese aprendido absolutamente nada del siglo XX después de 1929. Y el culto a la personalidad también lo combate con otro culto a la personalidad; basta leer los mensajes de elogio –que más parecen reportes de milagros a un santo– que se ven en su libro El camino del libertario.
Pero el argentino no es el único. Se puede ver cómo en el CPAC de México se reunieron los líderes regionales de este nuevo nacional-populismo: desde el Alcalde de Lima Rafael López Aliaga, pasando por el actor mexicano Eduardo Verástegui, hasta María Fernanda Cabal, quien calló convenientemente sus agradecimientos al Presidente Petro cuando la invitaba a Casa de Nariño, y el apoyo que su esposo le ha dado al actual Gobierno.
Todos ellos fueron ungidos en el CPAC por la ultraderecha global: las eminencias grises del trumpismo (Steve Bannon, Jack Posobiec), ministros de la democracia iliberal húngara, diputados del lepenismo francés, el infaltable Vox, divulgadores de la teoría de conspiración de QAnon como Ted Cruz y Marjorie Taylor Greene, así como herederos de déspotas como Ramfis Domínguez Trujillo (nieto del Generalísimo Trujillo, “el chivo” dominicano inmortalizado por Mario Vargas Llosa) y Eduardo Bolsonaro. Esa conferencia fue cerrada, cómo no, con un Milei que se apunta, para este año, a una candidatura presidencial tan impredecible como peligrosa.
No podemos olvidar que ni Milei ni sus espejos latinoamericanos vienen solos. Ahí están esos “enemigos íntimos” que se han hecho cada vez más relevantes en nuestro país y nuestro continente, aquellos que en esta tribuna ha denunciado de forma juiciosa y valiente mi amigo Cristian Toro. Es la intelligentsia que ha propagado teorías de conspiración en redes sociales; que ha traído a QAnon (el reencauche de los viejos bulos de sangre antisemitas) a las ondas radiales y a los podcasts de dudosa procedencia; que se inventa “batallas culturales” para traducir de forma mediocre las “culture wars norteamericanas” de la década de 1990; que unge a candidatos inviables como fusibles que se queman en un minuto; que finge supremacismos con teorías flacas de argumentos, mientras invoca una tradición que desconoce o, en el mejor de los casos, ni siquiera sabe leer.
Michael Reid, el autor de El continente olvidado (quizás, uno de los dos mejores libros que se hayan escrito sobre América Latina), llamó a Milei en una reciente columna de The Economist “a far-right gadfly”: un tábano de extrema derecha. Ante la debilidad global que tienen las posturas de centro, ante la búsqueda permanente del latinoamericano de un déspota que le impida esa molestia de pensar por sí mismo, que aparezca un tipo carismático vociferando su “¡Viva la libertad carajo!” resultaría, en teoría, refrescante. Pero Milei no es más que el mismo caudillo que Latinoamérica ha deseado desde principios del siglo XX con una pasión que oscila entre la lujuria de una diva de telenovela y el síndrome de Estocolmo, tal y como lo demuestra Carlos Granés en el otro gran libro sobre el continente, Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina. Se finge cambiar, pero se llega a lo mismo y se alimenta al contendor.
Al final, entre Milei y Kirchner, Petro y Cabal, Verástegui y AMLO, Castillo y López Aliaga no hay más que mutualismo entre tábanos lenguaraces. El mutualismo del fracaso de América Latina: intentar curar una enfermedad con parte de ella misma, como si fuera homeopatía. Una pseudociencia que, en la mayoría de los casos, termina agravando al paciente.