NOTA:
El autor de la presente columna, ha autorizado a El Bastión para la plena divulgación de esta.
Imagina el siguiente escenario. Llegas a tu casa luego de un intenso día de trabajo. Estás disfrutando de un merecido descanso y de aquellas cosas agradables que pudiste comprar gracias a tu propio esfuerzo.
Al rato, escuchas un golpeteo en la puerta de entrada. Del otro lado te encuentras con un completo desconocido que dice ser tu vecino. Antes de que puedas saludarlo, te dice que viene a llevarse lo que le corresponde. Lo miras con cara de “no entiendo de qué me hablas”, así que te repite, esta vez con mayor lentitud, que viene a reclamar su porcentaje de tus ingresos.
En ese momento comienzas a dudar si debes llamar a la Policía, hasta que él mismo te amenaza con llamarla sino procedes a entregarle lo que te está exigiendo. En un esfuerzo por mantener la calma, le preguntas qué derecho tiene él a realizar ese reclamo, a lo que responde:
–“Tengo cinco hijos a los que alimentar. Mi hermana, que no tuvo mi suerte, tiene que hacer un tratamiento de fertilización asistida para quedar embarazada. Mi hermano que es científico quiere investigar la evolución del mono sudamericano y su hijo de tres años, que es mi sobrino, tiene que ir al colegio. Tenemos necesidades que satisfacer, pero no los recursos. Así que tengo algunos derechos sobre usted ¿No le parece?”– Explica con cierto tono prepotente.
Una vez pasa esto, te pellizcas para chequear que no estás alucinando; pero todo es muy real. Así que luego de salir de tu asombro, le cierras la puerta en la cara y continúas con tu vida normal.
Aquí está la cuestión de suma importancia: ¿Por qué aquello que consideramos una locura viniendo de nuestro vecino desconocido, lo consideramos algo lógico y noble cuando el vecino desconocido, en vez de presentarse personalmente, manda a un intermediario llamado gobierno?
¿Qué nos sucede que cada vez que se menciona la palabra “gobierno” o “ley”, todo se vuelve confuso y nuestro cerebro deja de funcionar? ¿Por qué esas dos palabras pueden, mágicamente, transformar toda inmoralidad e injusticia en algo completamente decente y justificado? ¿Por qué lo que no le permitiríamos normalmente a nuestro vecino, se lo permitimos a quien justamente debería velar por nuestra propiedad y no arremeter contra ella?
En la realidad, la historia de arriba tiene un final muy diferente. El vecino entra en tu casa y se lleva lo que considera necesario. Antes de irse, te palmea la espalda y te dice que deberías estar orgulloso de cumplir con tu deber, a diferencia de otros delincuentes que deciden esconder sus ingresos para no colaborar.
Seamos honestos. Si el gobierno y la ley no estuvieran implicados, nadie dudaría en calificar la situación como un ROBO simple y llano. Pero la esencia de un acto no cambia porque el gobierno y la ley estén implicados. A lo sumo, se puede transformar la acción en legal, pero no por ello en moral.
Muchos de los argumentos que tratan de justificar el cobro de impuestos, alegan que el problema no está en su naturaleza coercitiva, sino en lograr establecer un porcentaje “razonable” de impuestos a cobrar y en encontrar a un político honesto que haga una buena utilización de estos.
¿Qué es un porcentaje “razonable”? Nadie lo define. Lo razonable para el demócrata norteamericano Bernie Sanders, puede diferir mucho de lo que pudo ser razonable para Thomas Jefferson. Lo que considera razonable Nicolás Maduro, debe también diferir de lo que considera razonable Scott Morrison: el Primer Ministro de Australia.
“Razonable” puede ser un 2% o un 99% de los ingresos, dependiendo la inclinación política del gobernante de turno y su visión de cuáles son las funciones del Estado.
Por otra parte, se dice que el cobro de impuestos está justificado en la medida que “se haga una buena utilización de estos”. Pero, nuevamente, “buena utilización” es un concepto muy amplio que requeriría que todos compartiéramos la misma escala de valores.
Con todas las necesidades insatisfechas que hay ¿Qué sería una buena utilización de los recursos? ¿Hacer una ruta en un lugar inhóspito o un nuevo hospital? ¿Mantener una línea aérea de bandera o aumentar los sueldos a los maestros? Una buena utilización según la visión de uno, puede ser una pésima utilización en la visión de otro.
Por último, está el argumento que se centra en la honestidad. Si el gobernante no es corrupto y no se roba lo recaudado, entonces el cobro de impuestos está justificado desde el punto de vista moral. Llevado al caso de nuestro ejemplo anterior: si el vecino reparte lo que se robó y no se queda nada para él, entonces su accionar está justificado.
Hemos llegado a una situación donde ya no nos preguntamos acerca de la naturaleza moral de los actos, sino simplemente acerca de su conveniencia y legalidad. El fin ha pasado a justificar los medios y la ley ha pasado a sustituir el concepto de derecho y justicia.
La política de ser generoso con lo ajeno –que no es otra cosa que la política de violar el derecho de propiedad– ha transformado al victimario en noble y a la víctima en delincuente. Ha generado, como era de esperarse, las consecuencias lógicas de su errada moralidad: desde evasión y paraísos fiscales, hasta vagancia, falta de productividad, huelgas y violencia.
La solución es volver a limitar al gobierno y a la ley a sus funciones objetivas, libres del peligro del capricho, visión o carácter moral del gobernante de turno; su función es la de proteger el derecho a la vida, la libertad y la propiedad de todos los individuos por igual. Mientras siga jugando al que “parte y reparte (llevándose la mejor parte)”, continuará arruinando sociedades; y más rápido las arruinará cuanto más generoso con lo ajeno decida ser.