Uno de los graves accidentes que le pueden ocurrir a un escritor sustantivo es convertirse en adjetivo.

–Mario Benedetti.

Un ejercicio común de la lengua es honrar a los hombres y mujeres que han construido el pensamiento y la acción humana convirtiendo sus nombres en un adjetivo. Basta ver cómo muchas órdenes católicas fueron bautizadas por sus inspiradores (benedictinos por Benito de Nursia, agustinos por el santo de Hipona, salesianos por Francisco de Sales, entre otras), incluso a pesar de ellos: dudo que la humildad de Francisco de Asís le hubiese permitido aceptar que la Orden de Frailes Menores y muchas otras órdenes más pequeñas se llamasen “franciscanos”. O cómo se puede detectar la procedencia de ciertos conceptos –o el origen que le quieren dar– por medio de los adjetivos que sus lectores posteriores, intérpretes y exégetas otorgan.

Sin embargo, con la literatura no ocurre lo mismo. Veamos cuatro ejemplos sencillos. Cuando nos referimos a lo “dantesco”, no nos referimos a la Divina comedia de Dante Alighieri, sino a “una escena, una imagen o una situación que causa espanto” (RAE); adjetivo que seguramente fue inspirado por las vívidas imágenes del Infierno y los castigos que destinaban allí a los pecadores. Asimismo, lo “dickensiano” ya trascendió la obra inmortal del escritor inglés para aludir a “condiciones de vida o laborales inferiores a un estándar aceptable” (Cambridge). Mientras lo “sádico” evoca al Marqués para referirse a la “crueldad refinada con placer y excitación” (RAE). Ya entrando al siglo XX, “orwelliano” se inspiró en Animal Farm (Rebelión en la granja) y, sobre todo, 1984, ambas novelas donde se observa el daño profundo que a una sociedad le hace el surgimiento de totalitarismos donde todo tipo de pensamiento divergente se castiga.

Otro adjetivo de reciente acuño es “kafkiano”, que no solamente se refiere a la obra del escritor de Praga (o a sus precursores, como bien recuerda Borges en Otras inquisiciones), sino a situaciones que, como los cuentos y novelas inconclusas del checo, son “absurdas y angustiosas” (RAE), tal y como ocurre en el episodio del mismo nombre de la serie Breaking Bad. Más aún, lo “kafkiano” se asocia en el lenguaje cotidiano a eventos y momentos con “ingredientes de absurdidad, de postergación imprevisible, de inmotivadas clausuras o inexplicables desvíos”, en palabras de Mario Benedetti. Uno podría usar, por ejemplo, “kafkiana” para describir la sátira hiperrealista que escribió Álvaro Salom Becerra o, más recientemente, su directa heredera, la Legalandia de Erick Behar.

En la política, más allá de los tradicionales -istas y -anos asociados a este o a aquel líder, hay un término que, sin existir en español, me ha sorprendido por su rapidez de adaptación en el lenguaje y su referencia contundente: “quisling”, “una persona que ayuda al enemigo a tomar el control de su país” (Cambridge), “traidor” (Merriam-Webster), “alguien que ayuda al ejército enemigo que tomó control de su país” (Collins). Ese término proviene de Vidkun Quisling, el líder de un partido político marginal de ultraderecha noruego que, una vez ocupado su país por los nazis en 1940, se convirtió en la cabeza del régimen colaboracionista hasta 1945, cuando el país escandinavo fue liberado y Quisling fue arrestado, juzgado y ejecutado por alta traición a la patria. El término se sigue usando hasta hoy para referirse, por ejemplo, a Donald Trump y a su relación con Vladimir Putin, o a Carrie Lam, antigua Jefe Ejecutiva (Gobernadora) de Hong Kong y fiel colaboradora de Xi Jinping.

Colombia también ha contribuido en la creación de palabras para evocar el comportamiento de alguien. Después del escándalo de Centros Poblados y la dimisión de la MinTIC Karen Abudinen, muchos políticos y opinadores opositores al Gobierno de Iván Duque, como la Representante a la Cámara Luvi Katherine Miranda, empezaron a usar el verbo “abudinear” como sinónimo de “robar y estafar”. Fue tanto el ruido que hicieron estos personajes en redes sociales, que la misma RAE tomó nota de su uso “con intención humorística y despectiva” sin reconocerlo, como lo quieren hacer creer los bodegueros de la oposición devenida en régimen. Son precisamente ellos, las abejas obreras destinadas a morir en la cloaca de las redes sociales, quienes inspiran la segunda palabra acuñada en tiempo reciente. Hace un año, el nombre Sebastián Guanumen no le decía nada a nadie. Después de la aparición de los petrovideos, hoy “guanumenear” es sinónimo de, citando al propio asesor y hoy cónsul en Santiago de Chile“correr la línea ética”.

En línea con estos antecedentes, quiero hacer aquí una modesta proposición: sugiero que se acuñe “roybarreras” como adjetivo. No “barreras”, porque Barrera, Barreras y Barrero son también apellidos honrados y de personas buenas. Se le debe poner el nombre, tan inusual como contundente, para referirnos al “gran camaleón” ideológicoun oportunista que salta de aquí para allá como convenienciero político, buscando siempre el mayor beneficio individual y enmascarado con el encanto de un sociópata de serie contemporánea.

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El término roybarreras podría referirse a políticos que se admiten abiertamente como “trepadores”, “lagartos” y “arribistas”, excusándose en la indudable dificultad de salir adelante en un país latinoamericano como justificación para “ascender en una sociedad difícil”. Un émulo de Esaú capaz de vender el padrinazgo de su hijo a un líder político para, abjurando de su compadre, preparar su lengua para lamer las suelas de “un ser profundo, un estadista, un intelectual”. Pero no por el bien de un país o de la sociedad, eso para él es una excusa. Como cientos de niños que se preparan para meterse en un cuadrilátero y boxear su vida soñando ser el próximo Tyson o Canelo, este “arribista” delira con la inmortalidad. Por eso sueña, siendo más bien mediocre en la narrativa y la poesía, con ganar un “Premio Nobel de Literatura.

Colombia es un país lleno de lagartos. Basta ver las crónicas sociales de las posesiones presidenciales –y los saraos posteriores con su respectivo besamanos– para darnos cuenta de su sobrepoblación. Pero este reptil es una especie única, pues no sólo es trepador y arribista, sino que se transforma acorde al presente o futuro residente de la Casa de Nariño, buscando la inmortalidad. Que sea la historia la que le dé ese regalo, no con un premio literario que nunca obtendrá, o con una Presidencia lejana, sino con un adjetivo que indique sus capacidades de cortesano, de valido y de servil titiritero del establecimiento: ser, simple y llanamente, un roybarreras.

Andrés Sánchez
Andrés Sánchez

Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, con estudios de maestría en Estudios Culturales de la misma universidad y en Dirección de Comunicación Corporativa de la Universidad de Barcelona. Cuenta con más de diecinueve (19) años de experiencia como docente en comunicación, democracia y libertad a nivel escolar, universitario y empresarial.

Es además, autor de artículos sobre literatura colombiana y neerlandesa publicados en Colombia, Chile y España.

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