Imagina que tienes de 15 a 16 años, estás en los últimos almanaques de la etapa escolar, y sólo sueñas con ir a la universidad. Visualizas el privilegio de asistir a un lugar lleno de libros y conocimiento que te situarán en el nivel intelectual requerido para afrontar un mundo laboral, que cada vez, demanda personas con más calificación; serás el orgullo de la familia: deseas destacar y enaltecer tu autoestima –ego–. El anterior es el panorama de muchos jóvenes en el mundo occidental, una expectativa de llevar traje y ser un profesional respetado.
Comienza la esperada etapa universitaria: un universo de nuevas sensaciones, una época que nos marca la vida a todos; de repente te topas con diferentes tipos de educadores, desde personalidades entusiastas por el saber hasta profesores sin vocación, profesores que hacen notar su grado académico e idiotas con maestría/doctorado. Pero también tenemos dos tipos importantes de profesores: aquellos que enfocan el conocimiento en tono con el mundo exterior y aquellos que viven en una burbuja, dictando teorías y supuestos que sólo son capaces de ser realidad desde un escritorio y mediante la conversación de charlatanes en un café Juan Valdés.
Luego, egresan profesionales a enfrentarse a un mundo laboral muy lejano a lo impartido en las aulas de clases, con mucha influencia de aquellos que pretenden aplicar ideas inviables, causando un profunda crisis de empleabilidad de aquellos jóvenes que no logran por sí mismos, un reacondicionamiento, luego del daño causado.
La academia ha impuesto numerosas medidas para combatir la propagación del virus COVID-19, que meses después desde los laboratorios y escritorios al notar de sus errores, han retirado, restringido libertades e instaurado un estado de miedo generalizado innecesario.
También reproduce normas y normas que pretenden solucionar problemas que son estructurales y de fondo, desde medidas de control tributario y política criminal, hasta medidas de promoción de la “libre competencia”, todo, sin acercarse a los problemas reales.
Pero, de lejos el mayor daño que ha realizado la academia, ha sido en la construcción de las leyes que pretenden regular la economía política nacional, pues, han defendido durante décadas, imposiciones monetarias y no monetarias que le restan competitividad al sector productivo; desde la graduación infame de impuestos, tasas y contribuciones según el déficit fiscal luego de pretender solventar un Estado de bienestar inviable, hasta medidas ambientales alejados de un análisis de campo serio.
Desconoce la información del mercado en poder de los pequeños comerciantes ubicados en las plazas de las ciudades y urbes del país; desde las relaciones laborales en la informalidad, los niveles de ingreso y utilidad, y las formas de obtener recursos. Luego, llega con medidas coercitivas que sitúan dos mundos: el creado desde el escritorio y que está dañando profundamente la economía, y el real que se está volviendo subterráneo gracias a las corbatas y los posgrados. Un mundo subterráneo lleno de inseguridad jurídica: todo un riesgo a tomar creado por la arrogancia de diseñar directrices de aquellos que nunca han comercializado ni dulces a los compañeros del colegio.
Ha desconocido, inclusive, la composición del territorio de regiones enteras, creando así políticas públicas tomando como guía Google Maps. El ejemplo ideal que explica edificaciones públicas que se inundan, materiales de construcción no aptos por el clima, y una ventilación inadecuada, además de directrices policivas para ciudadanos que se relacionan de forma diferente a los de la ciudad cúpula de origen de estas.
Impulsa en Latinoamérica, una cultura colectivista que engaña a la ciudadanía sobre una necesidad innatural de dejar de lado el bienestar personal y de familia por perseguir un bienestar de “todos”, desconociendo aspectos tan básicos como el egoísmo (racional) e individualismo inherentes al ser humano, que sólo se ven permeados ante la necesidades de asociarse con el propósito de obtener algo escaso y la solidaridad que tiene cada persona de forma voluntaria de aquellos quienes aprecian algún tipo de vínculo.
Es el momento de cuestionarnos qué tipo de educación están recibiendo los niños, niñas y adolescentes, e incluso, adultos en etapa de formación profesional y continua. Tratando de hallar respuestas a clichés como: ¿Qué nos quiere decir el mercado al alojar a personas que comunican cualquier cosa en redes sociales en la escala de ingresos?, o ¿Hasta qué punto llega la capacidad de pago, según actividades económicas para con la hacienda pública, sin socavar la capacidad de producir riqueza y seguir obteniendo recursos de programas asistenciales muy difíciles de desmontar de golpe?
La academia sólo puede resolver problemas que previamente han observado situaciones y de su mano experimentado soluciones; por ello, cualquier política económica y normas que regulen aspecto alguno de la sociedad, deben ser graduales y con pruebas al interior de diferentes escenarios de la sociedad, evitando así, la reproducción de lineamientos policivos a indicativos. Todo ello evita golpes de realidad contraproducentes para con quienes no diseñamos dichos planes, además se acerca a los diferentes talentos que pueden desarrollar los individuos, llamados por la ciencia como tipos de inteligencia, pasando por capacidades excepcionales para comunicar como la desarrollada por los influencers, las habilidades para el deporte de algunos y habilidades para la música, hasta el manejo de relaciones interpersonales, entre otras.
Somos los ciudadanos del común los que hemos permitido el poder que ostenta, capaz de direccionar nuestras vidas desde cómodos sillones, esperanzando a muchos en una masa burda de perezosos que esperan soluciones a sus vidas jalonados por el miedo de tomar las riendas por sí mismos. Con un discurso poderoso de una educación que pretende cambiar generaciones y vidas, de espaldas a la realidad, desconociendo muchos aspectos.
La esperanza está situada en miles de jóvenes y adultos de diferentes edades que han despertado, han establecido una voz de protesta ante aquellos pseudo-eruditos que exponen ideales fantasiosos en aulas de clase y recintos gubernamentales. Muchos asistimos a universidades públicas y privadas, y experimentamos de cerca el adoctrinamiento y la violación de la principal máxima de estas instituciones: la universalidad del pensamiento, aquella que debe respetar diferencias y acogerlas para darles un asiento en la mesa de las decisiones, guardando la proporción que realmente representan.