Toda mi vida he sido un defensor del diálogo y lo sigo siendo; es más, es uno de mis temas filosóficos de investigación. El diálogo es uno de los logros morales más altos y más nobles e implica muchas cosas. El abandono, no sólo de la fuerza física, sino también de la lingüística; estar dispuesto a escuchar los argumentos del otro; considerar la posibilidad de que uno esté equivocado, aunque sea metódicamente; comprender al otro y escucharlo desde su perspectiva, su mundo y su horizonte; entender no sólo lo que dice, sino por qué lo dice; y estar abierto a la crítica. Todo ello es diálogo.
Gran parte de la filosofía contemporánea ha colaborado, bajo perspectivas diversas, en este noble ideal. Martin Buber, Emmanuel Lévinas, Karl Popper, Hans-Georg Gadamer, Jürgen Habermas, entre otros, todos ellos filósofos muy diferentes, pero con una evidente vocación por eliminar del lenguaje –y por ende de la vida– todo rastro de violencia. Y, en todos ellos vive, aunque no lo sepan, el Cristianismo, porque el diálogo comienza por la escucha y la escucha al otro comienza por un acto de misericordia.
Pero el diálogo supone que la otra parte también dialoga. Como la amistad aristotélica, es una relación recíproca. Uno debe siempre comenzar la actitud de diálogo, pero cuando no hay actitud similar, no cabe el ataque o el insulto, pero sí una prudente retirada; por caridad, nada más que por caridad. No obstante, hay ocasiones donde la mentira, la más cruel mentira sobre los más despiadados asesinatos, llega a nosotros como flechas que no esperábamos en el descampado de nuestra existencia; reservamos a Dios el juicio último sobre la conciencia de quienes mienten así. Lo que quiero decir es que en esos casos hay algo que no es diálogo, pero que está plenamente justificado y a veces es un deber; me refiero, sencillamente, a la denuncia.
En ese sentido, la Cuba de Castro y sus secuaces –estoy utilizando las palabras exactas– constituyen, junto con sus partidarios y los silencios cobardes de gobiernos “diplomáticos”, una de las vergüenzas más terribles de toda la historia de la humanidad. Hay muchas vergüenzas más, sí, pero al menos fueron denunciadas, y si no, quien escribe no ha callado las cobardías de los llamados líderes de Occidente. En este caso, insisto, la denuncia es lo menos que puede hacer quienquiera no haya sido víctima de la propaganda mentirosa de esa banda de delincuentes asesinos. Han fusilado por doquier, sin misericordia, y lo siguen haciendo a todos aquellos que osan siquiera pensar diferente. Han sumergido en cárceles inhumanas, y de por vida, a todos aquellos que se interpongan en sus tropelías. Y tienen la audacia y el atrevimiento de presentarse ante el mundo como líderes democráticos y protectores de los derechos humanos. Estos asesinos pueden andar por el mundo sin recibir ninguna orden de arresto, por parte de jueces que en otros casos no dudarían en absoluto.
¡Y lo peor! Son elogiados por gobernantes e intelectuales, cómplices de ese modo de uno de los operativos propagandísticos más hipócritas y efectivos de toda la vergonzosa historia de más de un siglo de totalitarismos y autoritarismos. Dios sabe qué tienen en la cabeza quienes así proceden: si indolencia, cobardía, simple estupidez, ceguera ideológica o la llana desaprensión ante los gritos y llantos silentes de incontables fusilados, torturados, encarcelados o muertos en sus intentos de escapar del infierno ¡Vergüenza para las naciones occidentales que cierran sus fronteras a estos refugiados con los Estados Unidos a la cabeza! Y los demás, que cierren sus “diplomacias” y les digan, en los foros internacionales a Raúl Castro, a sus seguidores y a Fidel (vivo o embalsamado) lo que se merecen escuchar: “¡Asesinos! ¡Delincuentes! No tienen derecho a integrar el concierto de las naciones ¡Son sólo una banda de fanáticos criminales!”.
Pero no, no se atreverán. La denuncia profética necesita un fuego que no abunda: la piedad por el perseguido, la rebeldía ante semejante injusticia y saber correr los riesgos de negarle al delincuente su supuesto derecho a continuar con su injusticia. Que Dios se apiade de las almas de los asesinos y que se apiade, también, de las almas y los cuerpos de los refugiados, torturados, encarcelados y exiliados, a cuya mirada y existencia van dedicadas estas líneas.
NOTA:
Este artículo apareció por primera vez en el blog Filosofía para mí, de Gabriel Zanotti.